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Columna
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Los chorizos del pueblo

No hace mucho el presidente de Cantabria dijo en televisión que hay un millón y medio de parados crónicos que ni en las mejores condiciones económicas trabajarían porque no quieren hacerlo. Miguel Ángel Revilla habla con una articulación muy clara y al mismo tiempo aterciopelada, como si acabara de meterse en la boca dos o tres anchoas y después de saborearlas y tragarlas el aceite que queda no parara de engrasarle la lengua, y él continuara recreándose en sus exquisitos matices.

Por eso las palabras de Revilla resultan sabrosas, dan ganas de salir corriendo a la cocina a abrir una lata de lo que sea. Nada en él suena demasiado fuerte porque tiene el tono de la sobremesa y el humo del habano. Revilla vale más que nadie para pertenecer a un club de puros. Revilla dice queso y estás viendo un queso blanco sobre un paño de lino. Dice pan y ves la hogaza saliendo del horno. Revilla dice tomate y ese tomate al abrirlo brilla. Con Revilla sabemos que la comida no entra por los ojos, sino por el oído, y que la voz en un político es lo primero. Tiene el don de la palabra, no el don de la fluidez y de las frases encadenadas sin problema como en Gallardón, sino de la palabra en el sentido literal como pieza gramatical que va entre blancos, porque en lugar de tratar de escamotear la palabra entre otras palabras, él la llena de contenido, de significado, la vuelve real y comestible para quien le escucha. Y le escucha mucha gente, yo me quedo clavada en el sillón cuando aparece Revilla. No me aburre, me hace gracia, a veces me ha hecho reír, y que te hagan reír es impagable.

Si todos dejásemos de tragar con trabajillos de mierda, las cosas se pondrían en su sitio

Sus llegadas a los palacios de Madrid en taxi cargando con quesos y latas nos recuerdan a Paco Martínez Soria llegando del pueblo con los chorizos. Se ha metido en la piel del pariente cariñoso de antaño que venía a vernos con algo de matanza y conservas hechas por él mismo. El calor de lo familiar, Revilla ha optado por llenar esa casilla vacía en el tablero político. Se presenta en los platós de televisión como el tío carnal que viene a visitarnos cargado de cosas ricas.

No sé qué opinión tendrán de él en su tierra, ni siquiera sé cómo lo está haciendo. Mis impresiones son completamente superficiales. Sí que he leído en Internet, tampoco en profundidad, opiniones encontradas sobre lo del millón y medio de parados voluntarios. Algunos lo consideran un insulto para los que están pasándolo mal, millones de personas.

Es una auténtica vergüenza que los jóvenes, nuestros hijos, a quienes les habíamos inculcado que debían creer en sus sueños e ilusiones y esforzarse por ellos, estos hijos a quienes hemos lanzado por esos países de Dios a estudiar idiomas, a quienes les hemos llenado la cabeza con solidaridades, oenegés, ecologismos, reciclajes, éticas y grandeza de espíritu se encuentran sin horizonte. Llegan a los 30 y a los 40 sin apoyos ni forma humana de meter la cabeza en el mundo laboral y sin poder desarrollar sus conocimientos (¡qué desperdicio!). Es un drama porque nos estamos perdiendo una generación creativa y preparada. Algunos prefieren pensar, para no ver la realidad, que los chicos se pasan la vida de botellón y pastillas, pero la verdad es que están derrumbados porque el tiempo se les escapa. Y encima asistimos al saqueo de las arcas que llenamos todos con nuestros impuestos por parte de aquellos que hemos elegido para administrarlas. Y encima hay que oír tonterías como que a los políticos se les pague más para que no se sientan tentados a robar. Pero ¿qué es esto?, ¿somos todos idiotas? ¡A la cárcel! ¡Y que devuelvan el dinero!, ¡y más control!, ¡y menos bla, bla, bla por todas partes!

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A mí lo del millón y medio no me parece tanto si contamos a todos esos aristócratas que viven del cuento con herencias que remontan al paleolítico y cuyo trabajo es enamorarse e ir a la fiesta del Rocío. A los que pagan en televisión por ir a decir lo orgullosos que están de su abuelito Franco y no dan golpe, los que no están dispuestos a dejarse explotar miserablemente por 500 euros al mes, los que trabajan en negro (como las prostitutas, ese negocio que nadie quiere legalizar). Los que han decidido ser definitivamente pobres y comen en el albergue y duermen en un banco cuando pueden. Y, finalmente, a los que no les da la real gana trabajar porque no les gusta y se apañan como pueden sableando a la familia o a los amigos pero sin robar a nadie. A lo mejor si todos dejásemos de trabajar y de tragar con trabajillos de mierda, las cosas empezaban a ponerse en su sitio.

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