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Reportaje:

El cincel de Bernini destella en la calle de Alcalá

La restauración de las Calatravas permite atribuir al taller del autor de las columnatas del Vaticano un gran blasón de Carlos II

El mismo impulso que guió en Roma el cincel de Juan Lorenzo Bernini, uno de los más grandes escultores de todos los tiempos, vibra también en plena calle de Alcalá, en una iglesia barroca: las Calatravas. Tras la restauración a la que el templo está siendo sometido por la Comunidad de Madrid en un plan presupuestado en 1.290.793 euros, sobre el dintel de la puerta de la sacristía de este templo del siglo XVII ha surgido en todo su esplendor un insólito escudo heráldico. Su tamaño le convierte en el más grande de la ciudad. Sólo el que tachona el palacio arzobispal de Alcalá de Henares le supera en tamaño.

Los trazos de casi todos sus componentes reflejan una finura desconocida en la heráldica madrileña. Antonio Sánchez Barriga, quien restaurara el templete romano de Donato Bramante, canon de la arquitectura renacentista, ve en el escudo, de las Calatravas, que él ha tratado aquí, "la impronta de Bernini o de alguno de sus más próximos discípulos. Su estuco fue hecho a la manera italiana, esto es indudable", explica.

La capitalidad barroca de la Corte de Madrid atrajo la atención del arquitecto papal
Ángeles tenantes, leones, flores y pureza de formas permiten identificar al autor

Ismael Gutiérrez Pastor, profesor de Historia y Teoría del Arte de la Universidad Autónoma, admite que el emblema "muestra el sello del diseño del genial artista italiano". Pero se inclina a pensar que quien materialmente lo labró podría haber sido un discípulo suyo, Pietro Martino de Veese, que trabajó en la catedral de Toledo a finales del siglo XVII.

La pregunta a resolver es: ¿cómo y por qué llegó a Madrid este emblema regio con un troquel tan propio del excelso Bernini? El porqué resulta sencillo. Madrid era, con Roma, la otra capital barroca europea.

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La historia de este madrileño emblema regio y su nexo con el artista Bernini (1598-1680) hunden sus raíces en el corazón del laberinto vaticano y en los mimbres del Imperio hispano, a la sazón en el friso mismo del comenzar de su declinación.

El gran blasón, de unos 2,50 metros de altura por 3 de base, permanece sujeto por dos ángeles tenantes de emplumadas alas y rostros de excelsa belleza; dos leones asidos a sendos globomundis y de rizada pelambrera protegen el curvo escudo de armas del infortunado rey Carlos II, llamado El Hechizado.

En la parte central del blasón, llamado jefe en heráldica, no se halla en escudete de Portugal, reino recién perdido bajo el reinado del padre de El Hechizado, Felipe IV. De ambos monarcas, Bernini fue afecto. Bien que lo necesitaba, tras morir en 1644 su protector, el papa Urbano VIII. El escultor romano, quien ideara y construyera la magna columnata de la romana plaza de San Pedro, cayó en desgracia ante el nuevo pontífice, Inocencio X, de la familia Phamphili. Y fue entonces cuando Bernini volvió su mirada hacia la Corte de Madrid.

Ya en 1629, Diego Velázquez en su primer viaje a Italia y Bernini se habían conocido en Roma. Aún se discute en el Museo del Prado si el retrato que consta en sus almacenes pertenece o no a Bernini, si bien Velázquez sí pintó al italiano en un bellísimo lienzo existente en la pinacoteca capitolina de Roma, como ha probado Alberto Riccoboni en agosto de 1960.

Por otra parte, en un gesto de admirable intuición política, un Bernini recién caído en desgracia ante Inocencio X decidió regalar a una cuñada del nuevo Papa, Olimpia Maidelschini, una reproducción en plata de su proyecto para el concurso de erección de la fuente de los Cuatro Ríos, que sería instalada en la Piazza Navona, para mayor gloria de la familia del pontífice. Olimpia mostró a su cuñado la maqueta y éste quedó prendado. Cambió pues de candidato y le adjudicó su construcción a Bernini, quien ya había regalado una maqueta semejante a Mariana de Austria, futura reina de España, poco antes de casar con Felipe IV. Éste, presumiblemente, intercedió ante Inocencio X, inmortalizado por Velázquez, para congraciarle con el artista italiano. Así fue. Bernini recobró el favor papal y estrechó lazos con el Rey español, por más señas, madrileño, que al poco salía a recibir a su futura desposada Mariana en Navalcarnero, a 30 kilómetros de Madrid. Inocencio regalaría a Felipe un excelso crucifijo de Bernini que se conserva en el monasterio de El Escorial.

El caso es que Juan Lorenzo Bernini quiso devolver el favor a su buen amigo Felipe de España. Y decidió tallar una estatua ecuestre para su hijo, Carlos II. Hasta entonces, Bernini sólo había retratado en tal ademán al emperador Constantino y a Luis XIV. Una estatua a caballo semejante, atribuida sin fundamento a Foggini, se conserva en el Museo del Prado.

F. Niño, en su cuidadoso estudio Bernini en Madrid, la atribuyó, ya en 1945, al genial escultor romano. La excelencia de su labra evoca al artista que universalizara la belleza inmortal de Roma, cuyas obras se caracterizaron por el bel composto, una armoniosa mezcla de escultura, pintura y escultura a través de la luz, más la reconciliación de los sentidos con la fe y por ofrecer siempre una versión bonancible de los personajes retratados, como era el caso del enfermizo Carlos II.

A él dedicó su cincel una cuidada atención por sus mejores rasgos y un desdén obvio por todo cuanto afeaba al joven monarca, que era mucho, retratado a la edad de 14 años, sobre un caballo, con bengala, banda y expresión pletórica.

La Corte de Madrid retuvo dos tallas más de Bernini, un Hércules y un Perseo. Aquí comienza lo sorprendente. El león al que el titán castiga es de exacta semejanza con el que sujeta el globomundi del escudo de las Calatravas. Su melena y su posición identifican a su autor, lo mismo que el escudo que porta Perseo, de los denominados de orejeras, precedente de los que en Alemania serían trazados por orfebres, heraldistas y armeros del rococó, estilo nonato aún en 1678.

En tono a esta fecha, próxima a la muerte de Bernini, se sitúa el cincelado del blasón madrileño, tallado, estucado, revestido de cal gris verdosa y profusamente pintado entonces. Si bien el italiano no pisó nunca Madrid, que se sepa. Fue amigo de Diego Velázquez, con quien entabló relación amistosa durante sus dos viajes a Italia, en 1629 y 1650. Pese a su genio y a los cenotafios, sepulcros y sarcófagos que construyó para otros, Giovanni Lorenzo Bernini duerme su sueño eterno bajo el humilde escalón de una iglesia romana. Su diamantino cincel parece deslumbrar aún hoy en una iglesia madrileña.

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