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Columna
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El cordón de plata

Un viernes por la noche. En la calle, mucha gente a la que no asusta el frío de enero. El señorial portalón del Ateneo abre su boca afrancesada, que exhala a la del Prado una luz tenue como el vaho. Subir sus escalinatas de mármol un viernes por la noche es como un acto de fe: hay un aroma de oficio de tinieblas. En la mítica sala de La Cacharrería, los viernes se reúnen poetas. Asisten desde hace más de una década al ciclo Los viernes de La Cacharrería, que coordina Miguel Losada, también poeta, crítico, hombre de cine en radio y televisión, director de la Biblioteca del Ateneo. Como aquellos curas rojos que llevaban algo de luz a donde menos se necesitaba la oscuridad jerárquica de la institución, Losada dispone los recios butacones de la sala para que el alma de los poetas solos no se desfonde definitiva y fatalmente. Como a un sumo sacerdote de la vida, nunca le abandona una sonrisa que se diría cristiana si no la delatara el rictus pícaro de quien ha celebrado todos los pecados. Seguro que ninguno capital. Su entusiasmo logra el milagro de transformar el polvo de los años en polvo enamorado, y hasta los ilustres muertos al óleo que vigilan la entrada parecen sonrosarse ante la saludable alegría de la cara de Miguel, maestro de ceremonias para poetas raros o comunes, desfallecientes o ególatras, parcos o torrenciales, mates o brillantes, poetas leves o intensos, dionisíacos o apolíneos, vividores o suicidas, poetas modernos o modernistas. La otra noche llevaba colgado al cuello un amuleto. Presentaba al poeta Fermín Higuera.

"Sólo está libre de tu saqueo / lo que no tengo", comienza el poeta. O quizá fue después, pero qué importa. Porque cuando Fermín Higuera se queda desnudo, integralmente, como si, contra los frescos desvaídos de la sala y ante la numerosa audiencia enmudecida, se hubiera quitado la ropa de verdad, sabemos que el acto poético de este viernes no es una simulación ni un ejercicio, no es una aproximación ni una buena intención, no es una actuación ni una lectura. Asistiremos a la verdad. Radical. Esencial. Evidente en sí misma. Sin predicado. Como Dios. Pero: "Ni visto / ni oído / era como Dios / pero sin su prerrogativa celeste", se duele, en cueros, sin atributos, el poeta. En ese momento, paradójicamente celestial, me levanto con sigilo a entornar la puerta de La Cacharrería, por la que se cuelan las voces de fuera como si quisieran dejar de ser lo que son y volverse silencio en la escucha de dentro ("Pierdo todo lo de afuera / porque sigo esperando / una voz que me incluya", está diciendo Fermín). Entonces me ve él, Ángel Rodríguez Abad, redactor jefe que fue de la exquisita revista Versión Celeste, eterno amigo invisible, arquitecto de un aire virtuoso, poeta casi oculto, hombre, sin duda, de culto. Que me vio lo supe después, cuando me lo dijo a la salida y deslizó en mi mano Una poética de los dones, su comentario sobre la novela Antología de poetas recién asesinados, de José Ignacio Serra, que trasteaba, como siempre, a su lado o muy cerca, con la chapa de Peter Pan en la gorra y el polvo de estrellas de Campanilla cayéndole desde los ojos hasta uno de los lados de la sonrisa. Él mismo, Peter Pan. Lyrical killer (como lo llama Ángel) al tiempo que poeta. De los que se desnudan de verdad en el Ateneo.

Pero estábamos en el antes, así que volvamos a la sala. "Soy un niño y cuando crezca desarmaré al verdugo. No sé si para entonces podré limpiar mi carne de su forja", oigo a Fermín y me hundo como si fuera morir en el, sin embargo, salvífico butacón. "¿Conseguiré cruzar la reja? (...) ¿Alcanzaré la otra orilla?".

Lo que Fermín Higuera leía en La Cacharrería es su último libro de poesía, Roto está el cordón de plata (Ediciones Idea), escrito a la muerte de su madre. No es un libro sobre la muerte, sino sobre lo que la muerte hace imposible, precisamente, de la vida; tampoco de la vida por venir, sino de la ya vivida. No trata sobre la imposible esperanza en el futuro que conlleva la muerte, sino sobre un pasado cuyo eterno retorno fija la muerte indefectiblemente.

Las palabras de Fermín, desnudas como una verdad indeseable, cortan el silencio de la sala: habla de las víctimas, del verdugo, de un daño sin reparación. Sé que no soy la única que disimula, o no, una lágrima. Porque los poetas pueden llorar sin pudor en el Ateneo cualquier viernes de noche, incluidos los más fríos de enero. Pero: "Estar exige alegría". Y ahí estamos. Y hay una suerte de alegría, quizá "ese sentido sagrado" al que se refiere en su prólogo Nicolas Bersihand. Ese sexto sentido con el que se conducen los poetas por la noche, en busca de un jardín donde crecen criptomerias japonesas.

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