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Columna
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El crimen de Marías

Vicente Molina Foix

Ayer pasé por el lugar del crimen de Marías, por ese rincón verde en un alto de la Castellana donde se comete el asesinato de Los enamoramientos (y no revelo nada que el lector no deba saber antes de leer el libro, pues el hecho se anuncia en las primeras líneas, y el autor no pone misterio en lo que allí sucede, aunque sí, al avanzar la novela, en los posibles motivos y en los resultantes). Se trata de un lugar no alejado de donde vivo y por el que paso a menudo, aunque ahora me doy cuenta de que, para acortar el camino desde María de Molina a Castellana (o al contrario) nunca he tomado el atajo de Álvarez de Baena y Pedro de Valdivia, un tanto tortuoso, como pueden ser los atajos.

Las novelas que nos gustan cambian nuestra percepción y, a veces, nuestra relación con las ciudades donde transcurren

El crimen de esta excelente novela de Marías no se comete en una calle pendenciera o humillada o sombría de Madrid, sino en una "zona tranquila, luminosa y acomodada" (según palabras que la narradora le presta o le imagina al acuchillado a punto de morir). Se comete en el aparcamiento informal de la cuesta que sube hasta los edificios contiguos del Museo de Ciencias Naturales y la Escuela de Ingenieros Industriales, una cuesta, solo ayer caí en la cuenta, que lleva un nombre propio, José Gutiérrez Abascal, tal vez pariente pobre del José Abascal con larga y ancha calle próxima.

Cerca del lugar del crimen está el Hispano, un bar y restaurante muy literario que no sale mencionado en esta novela, pero al que todos -incluido el propio Javier Marías- hemos ido más de una vez a presentar un libro propio o seguir la presentación de uno ajeno. Escritores amigos, algunos fallecidos, solían reunirse en tertulia en el Hispano, un local de horarios laxos, tan de agradecer en estos tiempos en que, aun teniendo fama de lo contrario, Madrid tanto restringe, y no solo las horas de cierre de sus garitos.

Un poco más abajo del Hispano, y a unos 30 metros de donde vivió Lola Flores hasta el fin de sus disgustados días, solía yo ver en la madrugada, de vuelta a casa a pie desde alguna movida (no solo la histórica), a una señora mayor erguida en un portal, siempre el mismo, y ofreciendo su cuerpo, bien vestido a la antigua y entrado en carnes, al automovilista deseoso que subiera por el lateral del paseo. Nunca he sabido si Marías se inspiró en ella para la memorable escena de una de sus novelas anteriores a la trilogía en la que una mujer más joven se plantaba de noche a dos manzanas de allí, en la esquina norte de General Oráa con la glorieta de Castelar.

Las novelas urbanas que nos gustan cambian nuestra percepción y, a veces, nuestra relación con las ciudades donde transcurren, dando un porvenir a nuestra memoria. Lo consiguen incluso aquellas obras que reflejan una ciudad desvanecida o transmutada. La calle de Valverde de Max Aub se parece poco a la calle de Valverde actual, branchée y no tan risquée como en años pasados, y sería imposible hoy hacer el recorrido nocturno de Max Estrella y Don Latino de Hispalis por el Madrid "absurdo, brillante y hambriento" donde sitúa Valle-Inclán Luces de Bohemia, aun existiendo físicamente algunos de los puntos en que recalan. Las escenas quinta y sexta del genial esperpento se desarrollan en lo que hoy es el feudo, quién sabe si para siempre, de Esperanza Aguirre. Ya no quedan mazmorras, creo, en el palacio de la Puerta del Sol, ni se golpea con porra a los sospechosos como cuando era la Dirección General de Seguridad franquista, aunque hay otras formas de tortura psicológica. Confieso que Madrid me gusta más en los libros que en la vida real.

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Javier Marías, que supo darle un vuelco romántico y un tanto siniestro al teatro de la Zarzuela donde sucedían varios episodios de El hombre sentimental, ganadora del Premio Herralde de Novela hace 25 años, resume ahora muy bien, después de llevar al lector por distintos escenarios de su ciudad natal, la recreativa potencia de la ficción. Lo expresa en las páginas finales de Los enamoramientos María Dolz, su narradora protagonista, que está considerando a esa altura del libro irse de su trabajo y de su medio, librándose así de los escritores pelmas, tan divertidos, que la martirizan.

Dice María Dolz: "Comprendí que no debía huir de aquel paisaje, sino dominarlo con mis propios medios como habría hecho Luisa con su casa, obligándose a seguir viviendo en ella y a no mudarse precipitadamente; despojarlo de sus connotaciones más sentimentales y tristes, conferirle nueva cotidianidad, recomponerlo. Sí, me daba cuenta de que aquel lugar se me había teñido de sentimiento, y a este es imposible engañarlo o saltárselo, aunque sea semiimaginario. Solo cabe llegar a buenos términos con él y aplacarlo".

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