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Columna
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El fin del mundo

Como ya sabemos todos, el mundo se acaba el 21 de diciembre de 2012. Así lo vaticina una conocida predicción maya. Se han proclamado innumerables pronósticos sobre el cataclismo final procedentes de diversas religiones, de fórmulas matemáticas, de pergaminos perdidos, de apuntes de Nostradamus, de visionarios y de futurólogos. Sin embargo, por alguna razón, la fecha maya parece especialmente convincente para muchos. Incluso se estrenó el año pasado una película llamada 2012 basada precisamente en el cumplimiento de la profecía.

En estos tiempos de convulsiones económicas, atmosféricas y volcánicas, supongo que no es difícil vislumbrar el fin, el fin del capitalismo tal cual lo conocemos, el fin del polo norte, el fin del mundo en general. Sin embargo aguardamos paralizados a que el tenderete vuele por los aires, impotentes para detener cualquier catástrofe planetaria, venga del fondo del mar o de Wall Street. A lo mejor que se acabe el mundo no es tan mala noticia después de todo. Se trata de un final colectivo, nadie se va a quedar para echar de menos a nadie ni a nada. Quizá nos lo merezcamos. Supongo que la humanidad tiene un sentimiento de culpa no solo por el destrozo natural causado, sino por lo que nos hemos hecho a nosotros mismos. La gran crisis ha destapado la inmensa ruindad del hombre y, ahora que algunos países comienzan a remontar, intuimos que nadie ha sentado verdaderamente las bases para que otro crash así no vuelva a suceder.

En la sierra de Madrid han fabricado un refugio para la supervivencia de la humanidad

Si se acaba el mundo dentro de dos años y medio aún hay tiempo. No para la revolución, ni siquiera para transformar nuestras vidas, sino para seguir inmutados. Tiempo para contemplar con parsimonia cómo se prende fuego el globo mientras continuamos con nuestras rutinas, comprando kiwis y cambiando de canal. Estamos entregados a las hecatombes ajenas a nuestras vidas y eso, en realidad, nos libera. Sentir que no somos responsables de que un terremoto arrase Haití, de que se derritan los casquetes polares, de que se cree una célula artificial y el mundo se transforme en otro mundo pavoroso es relajante.

Muchas veces nos pesa en exceso nuestra propia existencia, la responsabilidad de conducirla con diligencia y tino para pasar cuantas más veces y lo más cerca posible de la estación de la felicidad. No siempre es fácil cargar con el tonelaje de nuestras diminutas rutinas compuestas por el plomo de los días, combatiendo los malos momentos y los avatares de la cotidianidad. Luchando por no perder la ilusión. Por eso, cuando nos dicen que todo se va a ir a hacer puñetas definitivamente, que esto que creíamos que iba a durar hasta, al menos, nuestra muerte o la de nuestros hijos se viene abajo dentro de dos años y medio, respiramos.

Aunque no todos. Están esos que ya lo veían venir, los que quieren resistir sobre la Tierra a toda costa, convencidos de que merece la pena escarbar entre las cenizas. Hombres y mujeres que ya están excavando búnkeres para parapetarse ante posibles erupciones volcánicas o guerras bacteriológicas. Uno de esos refugios de supervivencia para la humanidad está en la sierra de Madrid, en un lugar no revelado por seguridad. Lo está construyendo el Grupo de Supervivencia 2012 constituido por un puñado de locos o genios seguros de la inminente presencia de una tormenta solar, un tsunami o una contienda nuclear.

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El búnker de Madrid está fabricado con hormigón de 60 centímetros de espesor, dispone de filtros radioactivos, generadores eléctricos, sistema de refrigeración y despensa. El Grupo de Supervivencia, que calcula que allí se puede vivir un año y medio, también quiere crear una ecoaldea en los alrededores. Es más, la plataforma está recogiendo firmas para que las administraciones públicas subvencionen este tipo de emplazamientos, como el refugio de 7.500 metros cuadrados para 300 personas que existe bajo el palacio de la Moncloa.

Según el Grupo de Supervivencia, en España ya son 700 los hogares con habitaciones del pánico: estancias blindadas para protegerse de cualquier agresión exterior. Parece claro que en algún sector de la población crece el miedo, aunque esa voluntad de atrincheramiento resulta poco seductora, sobre todo teniendo en cuenta que, en caso de supervivencia a un gran desastre planetario, tendríamos que habitar un mundo arrasado, comiendo ecozanahorias y apareándonos con paranoicos y políticos.

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