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VALDECARROS | El metro, de principio a fin

Un gueto recién estrenado

Desde la ventana del quinto se ven nueve grúas a diferentes distancias del piso sin estrenar. "Eso que ves marrón" -dice la agente inmobiliaria señalando uno de los descampados, el de tierra- "será un parque con lagos navegables, árboles frutales y carril bici". El descampado con cascotes de obra será un jardín, con unas fuentes que ahora no echan agua. En el descampado donde crece la hierba amarilla, habrá un colegio trilingüe, un poco más allá un ambulatorio. De momento, Valdecarros es una maqueta sin acabar a escala real, menos verde y animada que la que muestran en la agencia inmobiliaria que hay justo frente a la boca de metro. Estos pisos privados, de dos dormitorios, cuestan unos 280.000 euros. Son a estrenar, porque quienes los compraron "no han podido escriturar", según la agente. "Ellos firmaron por 335.000", dice con un guiño. Tienen piscina, portero, garaje, trasteros, tarima flotante, el IKEA cerca y "un tendedero supermajo". También tienen una boca de metro en la puerta. En media hora sin transbordos se planta uno en Sol, pero este descampado podría estar en cualquier ciudad del mundo.

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Aunque el tren ha llegado vacío hasta aquí, en la boca de metro hay un grupo de gente. Son los nuevos vecinos del PAU, los de las viviendas protegidas. Se han reunido a través del foro www.nuevosvecinos.com. Los veteranos avisan a los novatos sobre lo que van a encontrar: "Bancos rotos, grafitis, goteras, buzones arrancados...". Ricardo Pérez, camarero, debería de estar disfrutando de su nueva casa, pero en apenas un año ha llegado a odiar el lugar. Noemí Pavo, de 27 años, integradora social, lleva desde 2005 esperando la suya. Debería estar ilusionada, al fin se podrá independizar (no sin esfuerzo, cobra 700 euros y pagará unos 500 por 52 metros). Sin embargo, no es el dinero lo que le quita las ganas, sino las historias de quienes ya viven en el PAU.

Visitar una de las fincas habitadas a un par de manzanas del metro es un viaje desolador. Cuesta creer que son nuevas. Los vecinos como Ricardo tienen dos problemas. Por un lado una construcción mal pensada y mal acabada. Ascensores que se atascan, puertas de cristal cubiertas de una malla metálica que nadie pensó que habría que limpiar, cierres antiincendio que no encajan, un "patio de diseño" en el que la gravilla se llena de charcos. Por otro lado, tienen un problema del que se habla en voz baja y con eufemismos. "Es mentira que sólo hay un 10% de gente de integración realojada", dicen los nuevos vecinos: "El propio Ivima ha creado un gueto".

En el portal de la parcela 627, un chico sentado en el suelo saluda al grupo levantando un poco la cabeza, mientras otro aprieta un telefonillo con una piedra. Las paredes de las escaleras están llenas de pintadas. Hay una bolsa de basura en los escalones. Alguien ha arrancado los pasamanos "para venderlos como chatarra", según los vecinos. Hay manchas sospechosas en los rellanos.

"Pagar 400 euros al mes está bien, pero no como para que te meen en el descansillo", dice Ricardo con un suspiro. "La integración no consiste sólo en dar pisos", dice Noemí. "No puedes realojar a 100 familias de un poblado en un mismo bloque, hay que mezclarlas con otros vecinos, hacer un seguimiento, preocuparte... si no, condenas un barrio nuevo a la marginalidad". "Al final te recluyes en tu casa", dice Ricardo. "He pagado mucho más de alquiler, pero era feliz".

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