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Columna
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La guitarra del vecino

Por los gemidos de su chica sé que la despacha en un pispás. Además de conocer la fugacidad de sus ejercicios amatorios sé también, sin quererlo, que no llega a enloquecerla. Lo sé por los tenues maullidos que emite en el punto cenital de la jugada. Supongo que les va bien, porque no oigo quejas ni broncas y todos los sábados repiten. Al tipo apenas le pongo la cara y, sin embargo, está en mi vida con ese alto grado de intimidad que acabo de describir. El muro que compartimos lo propicia.

La fortaleza de esa vieja pared es inversamente proporcional a sus condiciones de aislamiento y me entero hasta cuando mean. Y ya no me importa estar al corriente de sus hábitos fisiológicos, ni siquiera el que puedan estar al tanto de los míos. A mí en realidad lo único que me importa es la guitarra, su puñetera guitarra. Es una de esas eléctricas cuyos agudos se clavan en el tímpano como una aguja en un rulo de mortadela. Quien la manipula ha debido adquirir un curso por correspondencia y no pasa de la primera lección. Es ajeno a la compasión. Hay días que está inspirado y logra perpetrar dos o tres notas que recuerdan remotamente la existencia de un instrumento musical, pero el milagro sólo acontece muy de tarde en tarde. El resto de su práctica es una invitación al suicidio.

Lejos de lo que pueda parecer, la contaminación acústica no es un problema menor

Me pregunto si el tormento que inflige es el castigo que merezco por haber descuidado alguna vez el volumen de mi televisor. Lo instalé junto a la pared que linda con el dormitorio de otra vecina de mucho madrugar y hace tiempo me llamó la atención. La verdad es que somos un país de natural ruidoso y no le tenemos respeto alguno al decibelio. Hay ciudades en Europa donde me hubieran clavado una buena multa por tener la televisión alta y al de la guitarra le habrían mandado directamente a galeras. Caso aparte es el de los inmigrantes de latitudes tórridas.

A la vista del mal ejemplo que los nativos les damos no se cortan un pelo y montan en las casas el bullicio que en sus países acostumbran a vivir en las calles. Al que le toca al lado uno de esos pisos patera donde se apiñan 20 seres humanos en 70 metros tiene asegurada la ojera con carácter permanente. Son viviendas con camas calientes en las que los grifos, duchas y cisternas trabajan sin descanso. Tampoco paran lavadoras, lavavajillas y otros electrodomésticos hasta el punto de que más que el de una casa parece el barullo de una estación. La convivencia sufre y el sistema carece de mecanismos útiles para ajustar el día a día a la norma y al sentido común.

Aún quedan meses para que la ley del ruido obligue a los edificios a aislar su fachada en consonancia con la contaminación sónica del entorno y habrá que esperar un montón de años más para que lo notemos de forma efectiva. Porque si hablamos de ruido, el peor de todos es el que viene de fuera, el del tráfico. En Madrid es el rey de los excesos acústicos. Más del 40% de los españoles dice detestarlo, aunque no registre ni de lejos el número de denuncias que acumulan las fiestas nocturnas que con tanta ligereza monta la alegre muchachada.

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Aquí seguimos dándole a la bocina al menor punto de impaciencia, y cualquier macarra puede cruzar Madrid con su moto a escape libre noche y día, y pasar semanas antes de que un agente municipal le regañe. Tampoco los vehículos de emergencia son ejemplo de nada. Era Esperanza Aguirre concejal de Medio Ambiente cuando ya se hablaba de rebajar el tono de las sirenas. Además de seguir siendo martillo de los pabellones auditivos más curtidos, su uso resulta tan excesivo e indiscriminado que, a veces, da la impresión de que le pegan a la sirena hasta cuando aprieta el intestino o pilla a desmano la hora del bocadillo.

Lejos de lo que pueda parecer, el de la contaminación acústica no es un problema menor y hay estudios que confirman la seriedad de los perjuicios que comporta. Uno reciente del Colegio de Ingenieros Técnicos de Comunicación constata que el estrés que genera el vivir o trabajar en un entorno ruidoso puede afectar el sistema inmunológico. Eso se traduce, según los científicos, en una caída de las defensas y una mayor exposición a las enfermedades.

Los excesos acústicos afectan al sistema nervioso central y pueden provocan ansiedad, insomnio y problemas cardiovasculares o digestivos. Lindezas todas ellas que acontecen sin que las administraciones muestren intención alguna de enfrentarse al decibelio ni dispongan siquiera de instrumentos legales eficaces para bajar este volumen patológico. Nadie nos protege de la matraca. Me siento solo ante la guitarra del vecino.

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