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Columna
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La horca

Sé muy bien que la mera enunciación del tema levanta ampollas, pero, por una vez, atrapo por el rabo la mosca de la actualidad acogido, lo certifica personalmente mi trayectoria en este diario, a su generosidad con los columnistas.

La anécdota es que un tribunal iraquí ha condenado a morir en la horca a Sadam Husein, tras un dilatado proceso del que se ha tenido profusa noticia por el gran número de informaciones y reportajes dedicados al asunto. No se trata de personalizar, y, la verdad, me trae sin cuidado que cuelguen a este individuo o le dejen pudrirse en una mazmorra para el resto de sus días.

La pena de muerte es lo más terrible que se puede imaginar y, como acción que cometen unos humanos contra otros, serían precisos muchos argumentos para aceptar que no deja de ser una salida. Al fin y al cabo todos nacemos condenados a muerte, algunos tras enormes padecimientos mitigados, eso sí, por el triunfo temporal de la ciencia médica sobre el sufrimiento físico. Caín acabó condenándose a sí mismo y se ahorcó en un árbol para purgar el fratricidio. ¿Sirvió de algo? ¿Ha servido de algo la aplicación sistemática de la última pena en todos los países, en todas las épocas? Con este asunto no puede uno andarse con estadísticas, lo cierto es que, en muchas ocasiones, el sacrificio interrumpió -transitoriamente siempre, claro- determinadas derivas, personales o colectivas.

El general Riego -sin tener en cuenta su rango militar para el cuestionable honor de ser fusilado- circuló por la calle de Toledo, a los 38 años, montado en un asno, rumbo al suplicio con una cuerda alrededor del cuello, que se administraba en la plaza de la Cebada, o sus inmediaciones, con la cuota de curiosidad popular que le correspondía. Quiso traer, sin éxito, una república que llegó tiempo después, para durar menos de un año. La Segunda resistió cinco y terminó como es conocido. Ergo, los adversarios de esa modalidad de ejercicio político se salieron con la suya y seguimos cobijados por una monarquía constitucional.

La crueldad, la venganza, la ley de Talión han prevalecido a través de los tiempos, y si tratamos sólo de situaciones en las que está implicada la colectividad apenas hay cambios en las sociedades humanas que hayan sido llevados a término sin violencia. Los ingleses, a su manera, acabaron con el absolutismo decapitando a un rey; los reaccionarios realistas, en cambio, descabezaron a los comuneros para que todo siguiera igual. Por las tierras de Francia corrieron raudales de sangre para desterrar una monarquía que había encontrado, por fin, un monarca bonachón, cornudo y pacífico. Salvo el revival napoleónico y poco más, aquel régimen se acabó per sécula seculorum tras un periodo de brutalidad sólo superada por las sigilosas matanzas de Stalin y, tiempos más tarde, entre otros, por Sadam Husein.

A modo de ensayo retórico, la única justificación del magnicidio es su inmediatez y el pavor que sacude a la sensibilidad general contemplar cómo cae de su desalmado pedestal el tirano. Es como si la colectividad se sacara una muela sin anestesia: duele, ferozmente, pero al poco se cicatriza la encía martirizada. Es lo que pretendieron -por su indudable eficacia- con el juicio de Nüremberg, que tuvo de aceptable dos cosas: su universal publicidad y la relativa rapidez con que se llevó a cabo. Por lo pronto, jamás hubo en Europa una paz generalizada de 60 años. Llevar al cadalso a un puñado de criminales que había propiciado el mayor genocidio de nuestra historia, incluyendo el masivo exterminio de los judíos, no produjo rechazo, porque, en aquel caso, la justicia justificó su rigor actuando con enorme rapidez. Muere el perro, la rabia, el recuerdo de la rabia y sus consecuencias.

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Sadam fue un déspota sanguinario y lo de las armas de destrucción masiva un aditivo fomentado por su megalomanía e irreflexivamente aceptado. Exterminó a decenas de miles de seres, cada uno de los cuales valía tanto como él y todos juntos, por supuesto, mucho más que él. No es creíble que, tras su captura en un agujero, haya tenido capacidad para organizar la reacción que sigue martirizando a su país, pero está ahora a punto de convertirse en un mártir, si le ahorcan. Claro que, como todo, sería un culto de poca vigencia. En aquel país de reacciones inmediatas, el largo proceso ha permitido que otros intereses perduren más de lo previsible. La justicia, que tantas veces es venal e inútil, cuando se encuentra al borde de perpetrar la más grave de sus sentencias puede parecer innecesaria. Un sondeo popular entre las familias de sus víctimas sería un plebiscito lenitivo para ellos. Pero poco más.

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