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La iglesia protestanteJUAN JOSÉ MILLÁS

Juan José Millás

Cierto día se instaló al final de la calle de Marcenado una iglesia protestante. Mucha gente cambiaba de acera para evitar ser abducida, pensaba yo. Tampoco era raro que las mujeres se santiguasen, como si allí dentro habitara el mismo Satanás. Los protestantes estaban muy mal vistos, de modo que no sé cómo lograron superar la burocracia para conseguir el permiso de apertura. Los niños mirábamos la puerta del establecimiento con el mismo pavor que la de un bar americano de Luis Cabrera del que salían señoras espectaculares que se metían en automóviles alargados conducidos por individuos calvos. Al contrario que la mayoría de mi generación, siempre quise ser calvo, pero me faltó talento, de modo que he tenido un éxito moderado con las mujeres. El asunto de la iglesia protestante se convirtió en tema de conversación habitual, aunque siempre se hablaba de ello en voz baja, con la misma prudencia con que se blasfemaba, que era el modo más seguro de que te partiera un rayo. Algunos, los más osados, aseguraban que los protestantes, aun viviendo en el error, eran más consecuentes que nosotros, los católicos, que sin embargo poseíamos la verdad. Una cosa por otra, pensaba yo sin darle demasiada importancia a aquella palabra, consecuente, que después me perseguiría durante años, igual que a la mayoría de mis amigos y enemigos. Como la cosa fuera a más, un grupo de madres pidió al colegio que abordara la cuestión en las aulas, pues ellas no sabían qué responder a nuestras preguntas, muchas de las cuales rozaban la herejía. Así fue como don Toribio, el profesor de religión, sacó a relucir el asunto en la clase de historia sagrada.

-De los protestantes -dijo- hay que hablar con la misma naturalidad que del sexo.

Nosotros nos quedamos atónitos, pues hasta entonces nadie nos había hablado, ni con naturalidad ni sin ella, del sexo. Sabíamos que existía por exploraciones individuales cuyos resultados circulaban a la velocidad de la luz de un pupitre a otro. Mezclar nuestras preocupaciones protestantes con nuestras obsesiones venéreas nos pareció un rasgo de valentía que hizo subir la admiración que teníamos por el cura, que era ninguna. Luego se limitó a pasar por encima de todo sin profundizar en nada, pero como se trataba de un hombre con un temperamento muy práctico, acabó dándonos un consejo para defendernos de aquella influencia protestante:

-Cuando paséis delante de esa iglesia, no es preciso que cambiéis de acera. Basta con que no respiréis.

Fue mano de santo. Unos metros antes de llegar tomábamos una bocanada de aire que reteníamos dentro hasta que salíamos de su área de influencia. No sé si fue gracias a ese ejercicio respiratorio o qué, pero lo cierto es que nunca tuvimos la tentación de hacernos protestantes. A veces, las soluciones fáciles son las más eficaces.

Como es natural, yo intenté aplicar el mismo método al bar americano de Luis Cabrera, pero en este caso no funcionó, pues aunque contenía la respiración cuanto me era posible al pasar cerca de él, la cabeza se me llenaba enseguida de fantasías eróticas y soñaba con un futuro alopécico en el que las mujeres se volvieran locas por meterse en mi coche. Creo incluso que lo de contener la respiración aumentaba el furor venéreo.

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Ya de mayor, no hace muchos años, oí que un diputado conservador inglés se masturbaba con una cuerda al cuello, para disfrutar más, pues al parecer un cierto grado de asfixia prolonga la eyaculación. Claro que los ingleses son protestantes y a lo mejor una cosa tiene que ver con la otra. El diputado, de hecho, disfrutaba tanto, que falleció por falta de aire en una de sus sesiones onanistas. Fue un escándalo, si ustedes recuerdan.

Han pasado muchos años desde entonces y el bar americano cerró, pero la iglesia protestante fue a más. Ahora hay un templo de verdad lleno de gente del barrio que fue abducida por pasar por delante respirando normalmente.

Yo, cuando me acerco a visitar a mis padres, retengo el aire por una cuestión medio supersticiosa. Y continúa funcionando, porque no siento ninguna tentación de hacerme protestante. En cambio, me excito como un adolescente al recordar las mujeres del bar americano. He acabado, en fin, asociando el ahogo al sexo, no sé si por culpa de los protestantes o de los católicos. A este paso, no sería raro que me convirtiera de un momento a otro en un conservador inglés. La vida es muy rara.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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