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Columna
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La ley de los gorilas

Una gran parte de ellos pertenece a mafias que controlan la noche con mano de hierro

En este mundo tantas veces miserable todo tiene un precio y se pueden hacer negocios hasta con la muerte, que en unas ocasiones se transforma en la mercancía que venden los sicarios y en otras se tiene que vestir de calle para hacerle el trabajo a los políticos, como al parecer va a ocurrir tras el asesinato del joven Álvaro Ussía en una discoteca de Madrid llamada El Balcón de Rosales y a manos de tres gorilas, tres siniestros soldados de esa especie de grupo paramilitar que gobierna las puertas de los locales de la ciudad y a los que se deja actuar a sus anchas y sin límites, sin duda porque, al fin y al cabo, se les considera de algún modo fuerzas del orden, policías por lo civil, agentes de la ley de los garitos, ese código del hampa que ellos imponen con demasiada frecuencia a golpes y con total impunidad. Al menos hasta hoy, según aseguran en la Comunidad y en el Ayuntamiento, donde naturalmente no se asume ninguna responsabilidad por lo sucedido pero sí que se afirma que la muerte de Álvaro no será inútil, sino justo al contrario: será muy útil, muy aprovechable. A la 52ª va la vencida, porque antes de que la sangre llegara a los periódicos hubo 14 inspecciones, se denunciaron 51 infracciones, se pidió siete veces el cierre de la sala, y todo eso no sirvió de nada ni hizo que se le retirara la concesión municipal al antro, que está en suelo público. Dio igual que faltaran licencias, que no hubiese seguro de responsabilidad civil, que las salidas de incendios no fueran seguras, que se vendiese alcohol a menores y, sobre todo, que los porteros llevasen armas ilegales y los vigilantes de seguridad no perteneciesen a empresas homologadas por el Ministerio del Interior. Vamos a esperar a que asesinen a alguien, y si se monta jaleo en la prensa, entonces nos pondremos manos a la obra, debieron de pensar.

Ahora, dando su discurso subidos al cadáver de Álvaro Ussía, juran que todo esto va a cambiar. El alcalde, que no entiende por qué no se cerró El Balcón de Rosales, pero que, en cualquier caso, ni admite responsabilidad subsidiaria alguna ni ve "una relación de causa-efecto" entre el crimen y las irregularidades que fueron denunciadas, incluidas las que señalaban a los porteros y los vigilantes, ha prometido lo de siempre, más Policía Local y agentes destinados en el interior de los locales. Esperanza Aguirre va a fomentar un reglamento para las empresas de seguridad, y va a pedir que los porteros tengan licencia, que vayan uniformados, que pasen una prueba psicológica antes de conseguir el empleo y que las compañías para las que trabajen estén homologadas por el Ministerio del Interior. Por desgracia, ni uno ni otra pueden hacer nada de eso, puesto que son competencias del Gobierno, de modo que junto con el juramento ya tienen la disculpa para incumplirlo, como todo aquel que ofrece lo que no es suyo.

Juan Urbano tiene pensado asistir mañana, a las ocho de la noche, a la manifestación que han convocado los familiares y amigos del muchacho asesinado, en el propio paseo de Rosales. Lo hará, como muchos ciudadanos, con la rabia de saber que el problema de la muerte de Álvaro no es preguntarse si será útil o inútil, sino estar seguro de que no era inevitable. En su opinión, a los gorilas de los locales no hay que regularlos, sino desarticularlos, porque una gran parte de ellos pertenece a mafias que controlan la noche de Madrid con mano de hierro. Y, naturalmente, lo que tiene que hacer la policía que anuncia el alcalde es preocuparse menos de molestar a los jóvenes que salen a tomar algo los fines de semana y más de controlar a esa banda de cancerberos que a menudo trabaja sin saber su oficio ni tener la autorización para realizarlo, puesto que usan sus músculos como único título; que son contratados fraudulentamente como camareros, responsables de la taquilla o auxiliares de sala; que llevan armas sin que nadie se las quite y los detenga y que, por lo general, actúan contra sus clientes con una prepotencia intolerable, sintiéndose poderosos como todo aquel que le puede cerrar la puerta a otro, reyes de su imperio de dos metros cuadrados por obra y gracia de sus artes marciales, sus puños americanos y sus navajas.

Juan Urbano no quiso ni pensar que habrá algún político que, en el fondo, se haya lavado las manos hasta ahora porque piense igual que el abogado de los porteros detenidos: si Álvaro Ussía fue sacado del local sería como consecuencia de "algún altercado", y si estaba "tan nervioso" es porque "algo se habría tomado dentro". O a lo mejor era porque se dio cuenta de que lo iban a matar.

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