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Columna
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La medusa inmortal

Nunca me gustaron las medusas. No me fío de su aparente transparencia ni de esa armoniosa danza que conforman sus contorsiones. Me resulta sospechosa su belleza fantasmal. Sé que en los documentales del National Geographic salen estupendas con su tutú como las bailarinas que pintaba Degas, pero a mí me dan mal rollo. Además, una especie que se reproduce soltando el esperma y los óvulos por separado para que se encuentren en el agua, sin afecto ni contacto alguno, no puede ser buena. He de admitir que ese rechazo está en buena medida alimentado por la dura experiencia que me hizo pasar en la playa uno de estos invertebrados marinos. Aún recuerdan con amargura mis partes pudendas el escozor brutal que les produjo uno de estos bichos. Fue tan sólo un leve rozamiento, así que no quiero imaginar lo que será la punzada de sus tentáculos emponzoñados. Ahora venden unos trajes especiales que te cubren como una monja para evitar sus zarpazos urticantes, aunque sospecho que deben de restarle bastante encanto a la zambullida.

No hay que engañarse, a partir de una determinada edad aquí se empieza a molestar

No crean que les cuento lo de mi aversión a las medusas porque estén invadiendo las playas mediterráneas. Soy consciente de que están ahí porque hemos calentado tanto el mar con nuestros vertidos de mierda que prefieren la costa, así que tenemos lo que nos merecemos. Lo que de verdad me alarma es lo que han descubierto unos científicos americanos que llevan años investigando una pequeña medusa de apenas medio centímetro de longitud. La llaman Turritopsis nutricola, y a pesar de su impronunciable nombre mucho me temo que no la vamos a olvidar. Resulta que la Turritopsis de marras se ha montado la vida, y nunca mejor dicho, para no morirse nunca. Sí, han leído bien, nunca. No es que dure mucho como la tía Avelina, que la palmó riéndose con 107 años, ni como esos loros que conocieron a tu bisabuelo o esa tortuga que pescaron hace años con la firma del pirata Drake en el caparazón. Todo eso se llama longevidad, que, aunque mola un montón, no es lo mismo que lo de esta medusilla. Lo de la Turritopsis se llama inmortalidad. Así lo han corroborado los biólogos de la Universidad Estatal de Pensilvania, que llevan más de una década mosqueados con el bichejo. Según han observado, cuando esta medusa llega al estado adulto, en lugar de tener achaques y envejecer como le pasa al resto de los seres vivos del planeta, incluidos los humanos, ella rejuvenece y empieza de nuevo el ciclo vital como si tal cosa. Esta hazaña biológica la repite una y mil veces sin sufrir la menor merma en sus facultades ni capacidades. Es como una reencarnación pero sin morirse, que lo de cascar siempre es un palo. Ni que decir tiene que los científicos andan como locos intentando desvelar cómo la Turritopsis ha conseguido modificar sus células para hacerlas retroceder.

Ahora imaginen por un momento que descubren esa fórmula mágica y que logran manipular la célula humana para que obre el mismo prodigio que las de ese peculiar hidrozoo. Para empezar, el lío que se iba a montar en la cola de los aspirantes a inmortales. Por supuesto, los ricos y poderosos estarían los primeros. Sí, ellos serían, en primera y puede que única instancia, los grandes beneficiarios del invento. Son los que podrían pagar la factura y a los que más les fastidia morir, porque lo malo del dinero es que después de amontonarlo durante toda la vida no te lo dejan llevar al otro barrio. Así que los que mueven el cotarro tratarían de ser inmortales, supuesto que personalmente me aterra. Los demás dudo mucho que tuviéramos opción de pillar esa pócima milagrosa y aspirar a la eternidad terrenal. Habrá que conformarse con el cielo porque, no hay que engañarse, a partir de una determinada edad aquí se empieza a molestar. Si la longevidad es ya un problema para pagar las pensiones, háganse una idea de lo que sería la inmortalidad. Y si ahora muchos "jóvenes" no se van de casa hasta los cuarenta, como se enteren de que papá y mamá son inmortales se enganchan al momio de por vida y no se los quitan de encima por toda la eternidad. Ya lo ven, el camino marcado por la Turritopsis puede conducirnos al desastre. Comprendo la fascinación de los científicos por este portento de la genética, pero el suyo no es un ejemplo a imitar. Está bien que nos alarguen la vida y aún mejor que la vivamos en buenas condiciones, pero eternizarse, más tarde o más temprano, debe de ser un coñazo y al fin y al cabo la muerte es indispensable para la vida. De momento la Turritopsis nutricola, que es originaria del Caribe, ha extendido sus reales hasta los mares de Japón. Ya ven que las medusas no son de fiar.

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