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Columna
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Sin rastro

Ponerle puertas al campo (Campillo del Mundo Nuevo) y diques a la Ribera de Curtidores para canalizar la corriente, siempre tumultuosa y caótica, del Rastro madrileño ha sido, y parece que sigue siendo, el sueño de los ordenancistas munícipes de la capital. Madrid desemboca en el Rastro; desde su pedestal el héroe de la batalla de Cascorro dirige el tráfico municipal y peatonal. Eloy Gonzalo, héroe y mártir inclusero, inventor del cóctel Molotov y patriótico suicida, fue rápidamente adoptado por el pueblo madrileño que vio en él a uno de los suyos, soldadito de a pie, miembro de la sufrida, desnutrida y mal pertrechada tropa de infantería, carne de cañón de las guerras coloniales que se perdió en Cuba defendiendo las lejanas fronteras de un Imperio decrépito y corrupto.

Los puristas llevan décadas predicando que este mercadillo castizo ya no es lo que era

En su entorno bulle los domingos un enjambre de afanosos clientes, avispados comerciantes y vendedores de ocasión que rematan los restos de sus respectivos naufragios. Hace tiempo que no frecuento este mercadillo castizo y cosmopolita regido por las leyes no escritas de la compraventa transformadas en arte menor, arte del birlibirloque, retórica del regateo y oratoria de charlatán, feria popular y Patio de Monipodio, aliviadero de turistas incautos y ruta de los buscadores de míticos tesoros en pos de la leyenda urbana que tejió una urdimbre de fantásticas adquisiciones, un Goya por cuatro duros o una exquisita pieza de cerámica a precio de ganga por estar algo desportillada. Hace tiempo que no le tomo el pulso a este zoco inmutable y al mismo tiempo en continua transformación que recoge y exhibe las mutaciones que va sufriendo la urbe.

Los puristas del imposible casticismo madrileño llevan muchas décadas predicando que el Rastro ya no es lo que era, que se ha transformado en un mercadillo de ropa y artículos de primera mano y ha perdido su carisma marginal y peculiarísimo. Ya lo decían cuando, a finales de los años sesenta del pasado siglo, hippies greñudos, vendedores de incienso y otras hierbas extendieron junto a la Ribera sus tenderetes de artesanía y cuando a mediados de los setenta confluyeron allí los abigarrados punkis y otras tribus del underground con sus fanzines precursores de todas las movidas: el Carajllo Vacilón, Alucinio, Mandrágora, Bazofia o Katakumba. Ceesepe y García Álix se acodaban en la barra de La Bobia, birra en mano y por allí irían pasando en años posteriores los más conspicuos talentos de la posmodernidad rampante, de la Movida primigenia.

En estos tiempos críticos el Rastro tiene que recuperar su papel como mercado de reciclaje imprescindible, el Rastro resucita en los momentos difíciles, vía de escape, última salida, último recurso de los sin recursos, heteróclito bazar de oportunidades y saldos. El tumultuario Rastro madrileño siempre tuvo un tratamiento especial, un reglamento no escrito, el Ayuntamiento no arrendaba los espacios y los guardias de la porra se cobraban en multas cada domingo el precio del quimérico alquiler. Una vez abonada la multa correspondiente, el vendedor seguía con su puesto, había pagado su tributo semanal y los policías hacían la vista gorda que es lo suyo. La siguen haciendo hoy cuando por enésima vez, el Ayuntamiento y la Comunidad abordan un nuevo plan de ordenamiento, en esta ocasión para ajustarse a las recomendaciones europeas. "El Rastro en un limbo legal" titula su reportaje en estas páginas, María Porcel Estepa que da cuenta de las vicisitudes e inquietudes de sus comerciantes, el limbo está más cerca para ellos del infierno que del cielo porque para los burócratas europeos no existen excepciones límbicas ni peculiaridades históricas.

Las recomendaciones de la UE prestan una buena coartada para los inconfesados y latentes sueños de privatización que figuran en el horizonte de los responsables del Ayuntamiento y de la Comunidad. Los antiguos mercados de abastos, van siendo sustituidos, usurpados, por centros comerciales y franquicias, desplazando de la plaza a los pequeños comerciantes autónomos para imponer las rígidas pautas de las grandes superficies. La insaciable voracidad de los peces gordos acabará con los peces chicos y en los caladeros del Rastro se fragua la revuelta, todas las asociaciones de comerciantes de la zona se opondrían frontalmente a la privatización, avisa su portavoz. Perseverantemente enfermo el Rastro se resiste a una muerte pregonada.

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