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Reportaje:

La república independiente de los 'okupas'

Una decena de centros sociales sobrevive en la capital con un futuro incierto

El pasado mes de marzo, el Centro Social Seco ponía fin a su largo historial okupa. Tenía los días contados. Bajo el lema "Nos movemos para quedarnos", uno de los centros con más solera de la capital abandonaba su sede en un antiguo colegio de Retiro, para trasladarse a un edificio cercano alquilado al Ayuntamiento. Allí, las pancartas lucirían otra misiva: "Nos quedamos para movernos". Se abría un nuevo capítulo en la marcha de sus actividades, y se cerraba otro en la trayectoria de la okupación en Madrid.

Cada centro es un mundo autónomo, con proyectos de "transformación social"
Ya no son punkis como en los ochenta, sino jóvenes de hasta 35 años, urbanos y universitarios

En los últimos 16 años, el centro venía acogiendo a gran parte de los colectivos de la zona, un área marginal de casas bajas cercanas al Puente de Vallecas con escasas alternativas de ocio y la riqueza potencial de su solar para construir nuevas viviendas. La aprobación de un plan urbanístico y el pésimo estado de conservación de la escuela desembocaron en siete años de encuentros y desencuentros con el Ayuntamiento para pedir el realojo.

La nueva nave acoge hoy a una decena de colectivos, integrados por un centenar de miembros, con proyectos sobre inmigración, educación, vivienda, ecología o software libre. "Somos los primeros okupas que han luchado por su desalojo", asegura, contra todo pronóstico, José Luis Fernández Kois, sociólogo de 28 años y miembro de Seco, centro devenido en modelo de fusión vecinal con autogestión.

Desde que el fenómeno de la okupación hiciera aparición en España, a mediados de los ochenta, cientos de inmuebles inutilizados han sido habilitados y posteriormente desalojados, muchos de ellos con sus correspondientes capítulos de incidentes. Otros, como Seco, La Escuela Popular de Prosperidad o la asociación feminista La Eskalera Karakola, han ido regulando a la fuerza, y de forma pacífica, su situación con el fin de dar estabilidad a sus programas de actuación. El grueso de la okupación en Madrid se traduce en apenas una decena de centros sociales dispersos por la ciudad (además de un número indeterminado de casas vacías de las cerca de 300.000 en la Comunidad, según el INE).

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A diferencia de ciudades como Barcelona, cuyo tejido la sitúa como referente en Europa, el fenómeno en Madrid carece de una Asamblea de Okupas, a modo de ente coordinador. Cada centro social es un mundo independiente en el que se desarrollan proyectos "de transformación social", ligados a causas ecologistas, antiglobalización, pacifistas, antisexistas, feministas, antifascistas... Pero también vecinales, urbanísticas, laborales, educacionales, artísticas. Su efectividad real, en algunos casos, es difícil de sopesar. Casi tanto como el número de colectivos afines que se dan citan en ellos: una multitudinaria, heterogénea y activa red que encuentra en Internet su principal herramienta, y que justifica la razón de ser de estos lugares de participación. Sus fines son distintos; su nexo, común: legitimar la okupación, considerada un delito de "usurpación" desde la última reforma del Código Penal, en 1995.

Los centros okupados en Madrid no se usan como vivienda, tan sólo esporádicamente para dormir. Eufemísticamente se han dado en llamar "espacios liberados" de la gestión pública, al margen de las instituciones. Nacen y crecen bajo denominaciones como CSOA (Centro Social Okupado Autogestionado), y se desarrollan mediante la autogestión, basada en la aportación económica de los asistentes a sus eventos (fiestas, conciertos...).

Se organizan en asambleas, donde sopesan las propuestas por consenso. El prototipo del punki okupa de los ochenta deviene con los tiempos en un nuevo perfil: joven urbanita de entre 20 y 35 años, con trabajo o estudios universitarios, de nivel social medio y un afán por considerar la okupación una herramienta alternativa y necesaria para cambiar la sociedad. Causas como la globalización o la guerra de Irak, que en los últimos años fueron motores de organizaciones sociales, el fenómeno se entiende hoy, más que nunca, ligado al encarecimiento de la vivienda. También, a la supuesta falta de espacios que cumplan demandas personales: desde la puesta en práctica de actos políticos o iniciativas sociales a fumar o beber alcohol. "Los fenómenos especulativos se han llevado por delante centros de reunión a golpe de excavadora. El modelo de urbanismo impide lugares de encuentro", cuenta Ramón Fernández, informático de 28 años y miembro de la Asamblea contra la Precariedad y por una Vivienda Digna. Creada hace algo más de un año, el pasado marzo concurría en manifestaciones por todo el país. Entre ellos, una representación squatter [okupa].

La Alarma, en Embajadores, es uno de estos centros, autodenominado "político". Su estratégica ubicación y frenética actividad lo han convertido en referente en los últimos meses. Se trata de un antiguo centro comercial encajado entre edificios de viviendas que espera su inminente desalojo. Pancartas como "No podrán desalojar nuestras ideas" o "Las casas okupadas, los centros sociales y la lucha resisten" desafían desde la fachada que da a la calle de Bernardino Obregón, entre graffitis de guerrilleros del EZLN.

Estos días multiplicaba su actividad con conciertos, una marcha y la emisión de un comunicado en llamamiento a la "solidaridad y a la defensa los espacios liberados". "Esta orden es una más dentro de la campaña represiva en Madrid durante estos últimos meses", detalla el escrito.Sus dudas y sugerencias

en lectores@elpais.es

La secuela del histórico El Labo

Revueltas, disturbios, detenciones, despliegues policiales... La historia okupa no se ha escrito, precisamente, con letra pequeña. En Madrid, desalojos de centros como Pacisa, Minuesa, La Guindalera o el primer Laboratorio (en 1998) serían dignos de un documental de acción. Este último, conocido como El Labo, hizo honor al lema okupa ("Un desalojo, otra okupación") en su máxima acepción. Durante seis años, entre 1997 y 2003, rondó por edificios de Lavapiés, reapareciendo en cuatro localizaciones distintas.

La reforma del Código Penal, llevada a cabo con el Gobierno socialista en 1995, pasaba a considerar la okupación un delito de "usurpación", con multas de tres a seis meses. Un año después, el PP endurece las actuaciones policiales, lo que conduce al sucesivo cierre de centros y edificios de viviendas. Entre ellos, los de El Laboratorio. En 2001, el desalojo de El Laboratorio 02, tras dos años y medio en activo, dividió a la clase política y artística. También a sus dos herederos.

Algo parecido ocurrió con el cine Princesa de Barcelona, en 1996. Ambos centros simbolizaron parte del "dinamismo contracultural" propio del movimiento okupa", un término recogido en el libro ¿Dónde están las llaves?, elaborado en 2004 por un grupo de investigadores que analiza el fenómeno en España. Jaume Asens, experto en okupación, presta en él especial atención a Madrid, País Vasco y Cataluña.

De las cenizas de El Labo surgió hace tres años El Solar, en Lavapiés, barrio emblemático del movimiento. Es un terreno sin edificar, conocido como Labo en el exilio. Ha despertado el interés de cientos de compromisarios con la causa social.

Junto a la plaza, queda oculto tras un muro. "Lo que rodea a la okupación es una experiencia fragmentada. Por ahora, no quiere dejar de serlo", asegura Carlos Vidania. Ciertamente, de puertas afuera, el mundo okupa resulta hermético, impreciso, desdibujado como una radiografía. Una foto difusa a la que le cuesta cobrar definición.

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