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Columna
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No somos Lorca

Lorca no somos todos, hay muchos, y uno solo sería ya intolerable, que estarían dispuestos a fusilarle otra vez y a enterrarle en la gran fosa común de la desmemoria histórica, desmemoria selectiva de los que recuerdan lo que quieren recordar, no como fue sino como les gustaría que hubiera sido. A corto plazo, nueve meses, la parida de Rubianes en la televisión catalana, ha sido rememorada y utilizada como arma arrojadiza por estos presuntos desmemoriados. Reconoce Rubianes que aquella vez se le calentó la boca, fenómeno frecuente entre los que viven de las palabras y trabajan con la improvisación y la provocación.

Al cómico catalán se le calentó la boca en un medio especialmente caliente y receptivo en el que su escatológica "boutade" iba a tener una calurosa acogida por un amplio sector de la audiencia, creo que Rubianes no hubiera dicho lo mismo, al menos no lo hubiera expresado con las mismas palabras en TVE, de Telemadrid ni hablamos. La apropiación indebida, exclusiva y abusiva de la palabra España por parte de la derecha nacionalista, españolista y españolísima, heredera ideológica de los energúmenos que la desangraron en el 36 y la sangraron en los años sucesivos, es la madre de todos los malentendidos y sinsentidos que acompañan, hoy como ayer, a la mera enunciación de sus sílabas que solo se comparten y corean ostensiblemente, en ciertos acontecimientos deportivos, miserable saldo. Incluso los políticos de la izquierda parlamentaria, obligados constitucionalmente a llamarla por su nombre, se cuidan mucho de citarla en vano, sin matices y sin complejos.

La oportunísima y oportunista recordación y linchamiento verbal del eximio histrión y extravagante ciudadano Rubianes, no se ha producido de forma espontánea, ha sido un desacorde más de la desafinada orquesta de la crispación, una cantata orquestada y manipulada por ciertos medios de desinformación y sus mentores, una nueva andanada, fuego amigo, contra la línea de flotación de un correligionario hereje y desviado, una muestra más de cainismo, o de antropofagia. Como decía un viejo zorro de la política: los rivales están en el bando contrario, los enemigos en el nuestro.

Cuando Esperanza Aguirre, contrató, presentó y elogió a otro insigne histrión, iconoclasta y catalán, Albert Boadella, nadie, o casi nadie, ni entre los rivales ajenos ni entre los enemigos propios, sacó a colación el historial de sus provocaciones, ni el memorial de sus agravios, presuntos, a las instituciones, nadie, casi nadie, citó a los guardias civiles, siniestros polichinelas de "La Torna", al clero y a otras venerables instituciones patrias, intangibles y sagradas para los ultramontanos moradores de nuestra nada platónica caverna nacional, puestas en solfa a menudo por el juglar.

Basta con leer las declaraciones de Francisco Granados, secretario general del PP de Madrid, recogidas por este diario hace unos días, para enterarse de por dónde van los tiros, tras invitar a la dimisión a la concejala de las Artes, porque "parece que apoya al señor Rubianes", Granados advierte a Alicia Moreno de que "va a tener todos los días algún disgusto", si se empeña en financiar a este tipo de impresentables, pérfida coacción y velada amenaza, porque el secretario se cuida mucho de adjuntar una lista de tipos y espectáculos presentables y gustosos para él y su partido. Bajo la dirección de Mario Gas, el Teatro Español está levantando cabeza y recuperando el prestigio dilapidado en los años de Álvarez del Manzano con una programación cuyo éxito más reconocible y duradero lo fue una versión del astracán más celebrado y conocido de la escena española de todos los tiempos, la hilarante y manida parodia rimada de La Venganza de don Mendo, una obra muy presentable y sobre todo muy representada.

Entre las perversas secuelas de este atentado contra la libertad de expresión y la independencia artística hay que anotar la espesa cortina de humo que puede cegar a los espectadores de Lorca somos todos, la mefítica humareda levantada en Madrid será nube de incienso y cascada de oro en la taquilla, pero entorpecerá, con su carga de visceralidad añadida la visión nítida y sin prejuicios de un texto y de un montaje, que seguramente no necesitaba de semejantes aditamentos para ser apreciado por los espectadores. Una obra que merece, hoy más que ayer, ser representada en Madrid, en el Teatro Español y sin tanquetas.

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