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Columna
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El torso y el diván

Cuando el actual Papa descubrió de pronto que en su gran familia había mucho gay, quizá porque su pontificia inocencia le ha impedido en su larga carrera eclesiástica el trato con curas, obispos y hasta cardenales de esa tendencia sexual, estableció rígidas disposiciones para evitar que entraran en los seminarios muchachos sin hombría probada. Y me pregunté entonces cómo lograría evitarlo, a fin de que no se dieran casos tan extremos como el del fundador de los Legionarios de Cristo, a quien el beato Juan Pablo II, lejos de sospechar de él cualquier debilidad, lo hubiera elevado con mucho gusto a los altares. Ahora sé que por el torso desnudo de un cura de Fuenlabrada, unido al suyo el de un joven ex seminarista, cubano de origen para más exotismo, se obtiene la prueba necesaria para evitar gais en los altares con las pruebas añadidas del peritaje psiquiátrico y la comprobación de posibles contagios del sida por pecados nefandos.

Nada de particular tiene que no le complazca al obispo que sus curas anden sin camiseta

Por eso me detuve en la contemplación de la fotografía de Andrés García Torres, el párroco acusado, que publicó hace unos días este periódico. Y no conseguí ver en el reverendo indicio alguno de que su torso desnudo pueda provocar malos pensamientos; no es precisamente un gimnasta ni un modelo. Bien es verdad que aunque aparece en clerimang va de manga corta, y quién sabe si esos brazos al aire pueden provocar en algunos mortales ciertas pecaminosas intenciones. Pero no fue esa foto la de la prueba que necesitó el obispo de Getafe para dejar al cura sin empleo, sino otra de un verano en Fátima en la que el sacerdote, acalorado, en lugar de aparecer en una procesión de antorchas, mostraba su pecho al aire. Y nada de particular tiene que no le complazca al obispo que sus curas anden por el mundo sin camiseta y luciendo sus carnes, ni siquiera en los recintos de los milagros, pero parece desproporcionado el castigo de dejarle sin parroquia y alejarle. Aunque esa desproporción no es ajena al hecho de que el medio desnudo no fuera del cura a solas sino acompañado de un joven ex seminarista en afectuosa camaradería. Seguro que el torso del seminarista salido, cuya foto no he visto, resulta aún más tentador que el del sacerdote. Pero el desnudo de pecho es al parecer uno de los detectores de homosexuales que la Iglesia ha descubierto para poner a los suyos de patitas en la calle. Claro que cualquiera ha visto muchos torsos desnudos de machos bravíos, y por la exhibición de la pechera a nadie se le ocurre poner en duda la virilidad del que saca pecho, más bien al contrario. Es más fácil sospechar de la homosexualidad de un clérigo muy revestido, si le acompaña amaneramiento y femenina gracilidad en sus formas -y hay al menos un obispo en esta Comunidad de Madrid, si no dos, tan obsesionados por los homosexuales como afeminados en sus maneras-, que por no cubrirse de medio para arriba.

Pero si la foto sirve para la condena, el peritaje psiquiátrico debe ser un detector infalible para el obispo de Getafe, que ordenó al párroco de Fuenlabrada la revisión de un psiquiatra adoctrinado. La Iglesia, tan desconfiada de la ciencia, tiene la homosexualidad por una enfermedad verdadera. Y en eso coinciden el obispo de Getafe, Fidel Castro y el psiquiatra de la diócesis. Claro que, por lo que cuenta el presbítero, el peritaje del psiquiatra ha sido, por la perversión de sus preguntas -hasta si lo había violado su padre le preguntó-, algo más parecido a las morbosas confesiones que muchos han conocido en sus adolescencias piadosas que al riguroso ejercicio profesional de un médico. Tal vez la prueba del sida, a la que también fue sometido el reverendo, resulte la más concluyente para que el prelado pueda decidir si se lo queda o lo larga definitivamente. Bien es verdad que el sida no se contrae solo por relación homosexual, pero el mitrado, que busca lo que busca en la prueba, quiere hacerse con todas las garantías por si la enfermedad de la mariconería se agrava con la inmunodeficiencia.

En los tiempos en que la sociedad era menos tolerante con la homosexualidad, como lo siguen siendo algunos individuos y grupos, había hombres que acababan en los seminarios y mujeres que ingresaban en los conventos para aliviar su situación. Pero por mucho que aún se resistan determinados sectores a reconocer a los homosexuales sus derechos, hoy no tiene sentido armariarse en una Iglesia, necesitada ella, o sus obispos, de un verdadero peritaje psiquiátrico. Algo ingenuo, el cura castigado, que niega ser gay, amenaza con llegar a Roma, como si no supiera que el ordinario de Getafe no va por libre y que Ratzinger y Rouco aprecian igualmente los peritajes, las pruebas del sida y las fotos excitantes para el tratamiento de la enfermedad sexual que le han diagnosticado.

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