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Tribuna:PREMIO RELATO BREVE EL PAÍS, ALFAGUARA Y EL CÍRCULO
Tribuna
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Las tribulaciones de Don Quijote

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Tenía un hijo de su matrimonio con Aldonza Lorenzo, que, después de unos años de convivencia no siempre pacífica, no solo dejó de tener cualquier parecido con Dulcinea del Toboso sino encima le dejó por otro hidalgo más gallardo y apuesto. Aquel hijo era su cruz, le había salido contestón e inaguantable, de modo que para no perder los nervios con él, Alonso Quijano -que así se llamaba nuestro hidalgo- buscaba algo de paz en la lectura.

Al principio leía algunas páginas a la hora de la siesta, pero al poco tiempo eran ya varios capítulos al día. Y cuanto más leía, mejor se sentía. De hecho se puede decir que pronto pasaría todo su tiempo libre en su biblioteca, sumergido en alguna historia que le transportara a otros lugares y le hacía sentir que vivía otras vidas.

Aquel hijo era su cruz, le había salido contestón e inaguantable
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En un lugar de Alemania...

Tal fue su afán que poco a poco dejaba de atender sus tierras y a su hijo y en cierta medida a su propia vida. Las facturas se amontonaban, sus deudas aumentaban a tal punto que el banco le cerró la lista de crédito. Llegado este momento, sus amigos el cura y el bachiller, junto con su hijo, tomaron una decisión contundente: había que poner fin a esta dependencia literaria que impedía a Alonso Quijano cuidar de su familia y sus negocios y llevar una vida digna de un hidalgo.

Y quemaron sus libros.

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Fue un golpe tremendo para Alonso Quijano. Durante varios días se quedó en estado de shock y completa inactividad interrumpida solo por repentinos ataques de ira contra sus amigos y su hijo. Tardó semanas en recuperar cierta normalidad y entonces le tocó a él tomar una decisión. Pero para gran pesar de sus allegados, no fue la decisión deseada de volver a sus ocupaciones de antes. No, Alonso Quijano tenía otros planes: desprovisto de libros como se encontraba, cogió papel y pluma y se puso a escribir un libro él mismo. En este libro suyo daba rienda suelta a sus sueños y sus pesadillas, a lo que le habría gustado vivir y a los impedimentos que lo hacían imposible, y escribía de los ideales de la caballería andante que siempre le habían parecido tan nobles. Pero sobro todo se inventó un fiel escudero llamado Sancho Panza que no había tenido la suerte de encontrar en su vida real. Su álter ego en el libro se llamó Don Quijote, un nombre que le pareció digno de la estatura de su personaje preferido.

Como la escritura es de una sustancia más fuerte que la lectura, dedicaba menos horas a esta actividad que antes a la lectura. De modo que le quedaba tiempo para sacar su granja adelante y dedicarle cierto tiempo a su hijo. Eso sí, siempre llevaba una libreta consigo en la que iba apuntando ideas, acontecimientos fantásticos o retratos de nuevos personajes de su novela.

Cuando al cabo de varios años esta se publicó, fue un gran éxito que le permitió librarse definitivamente de sus deudas y sobre todo encontrar un nuevo amor: la editora.

A partir de ese momento vivió feliz. Solo de vez en cuando se solía encerrar en su nueva biblioteca, porque el amor a los libros nunca se cura del todo.

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