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Columna
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Una vida en Madrid

Sabía de sobra del alto componente autobiográfico de Lo que me queda por vivir (Seix Barral), de Elvira Lindo, cuando empecé a leer la novela. Así que, conocida la vinculación de la autora con nuestra ciudad, su intensa vida en ella, y los retratos de Madrid que aparecen en su obra anterior -paisaje y habla de aquí, Manolito Gafotas incluido- aposté porque fuera un relato con Madrid dentro. Y con la pronta evocación del mundillo literario o seudoliterario del mítico café Lyon me llegó la apresurada confirmación de que podría haber mucho Madrid en aquellas páginas o que muchas páginas de aquellas se deberían a Madrid. Y claro que hay Madrid en esta historia. Una historia en la que, apasionado el lector por la verdad que se desprende de lo escrito con las tripas, con capacidad de penetrar en la vida y conmover con sus peripecias, se le impone la pura literatura sobre la curiosidad de husmear en la experiencia personal de la escritora. Y esto no impide, sin embargo, que la novela se lea a veces casi como unas memorias, a sabiendas de las licencias que otorga la ficción a la novela y no a las memorias; como se leen las memorias más descarnadas y desnudas, las buenas memorias al borde de una confesión o como una confesión, sin el compromiso de que en efecto lo sean.

La nueva novela de Elvira Lindo se lee como las buenas memorias al borde de una confesión

Pero ese carácter de memorias, que no lo son, propicia la presencia de Madrid: el Madrid de la Gran Vía, el Madrid de los cines, las tiendas o las cabalgatas, el Madrid de los espacios de ocio, el Madrid del centro y el Madrid de un barrio periférico excelentemente dibujado; el Madrid extrañado y el Madrid comparado con un mundo rural sorprendente. Y en ese mundo rural subyugante, donde se desarrollan algunos de los episodios más determinantes y estremecedores de la vida de la protagonista, y se manifiestan en él unos seres humanos de riquísima idiosincrasia y no menos rica expresión literaria, también está Madrid, aunque se trate de otra geografía. Y lo está tanto por la similitud de los caracteres de las personas con los de las gentes de los pueblos de Madrid como por la semejanza de las costumbres y las tradiciones que allí se describen con, por ejemplo, las fiestas de los pueblos madrileños. Lo principal en todo caso es que los personajes construidos por Elvira Lindo en la emoción frecuente del relato son para el lector de mayor interés que cualquier otro aspecto de esta historia.

Luego leí que le preguntaban a Elvira Lindo si había intentado una crónica del Madrid de los ochenta y ella lo negaba, al tiempo que se mostraba en algunas de sus entrevistas desencantada con ese tiempo, idealizado en exceso para ella, pero eso es a mi parecer compatible con que uno de los aciertos de la novela sea que ese tiempo aparece en la obra para ser juzgado o simplemente recreado por el lector, y no como mero telón de fondo.

Lindo, sin embargo, tiene razón: esta novela no es una crónica y la aguda escritora que leemos en el periódico es bien distinta de la novelista ya madura que aquí se expresa, sin que eso impida que la íntima historia que se nos cuenta en Lo que me queda por vivir acabe retratando, aunque no sea ni mucho menos su propósito principal, un tiempo de Madrid. Cuando uno sabe que Antonia, la protagonista, trabaja en la radio, como trabajó Lindo, por ejemplo, reconoce a Madrid en ese ámbito laboral, de descripción tan acertada y amable, y puede seguir rastreando Madrid en la novela si es ese su capricho de lector local como lo fue el mío. Porque si se puede encontrar Madrid en este libro, lleno de tantos otros atractivos, de historias entrecruzadas, con saltos en el espacio y en el tiempo, es porque otro de sus méritos es su paisaje. Y lo es por la lograda atmósfera y la descripción implícita, fragmentaria si se quiere, de cierto Madrid en un tiempo determinado, con sus nuevas formas de relación, con otras maneras recién estrenadas de convivir.

Ahora bien, con Madrid dentro, Lo que me queda por vivir es, sobre todo, un hermoso relato sobre la relación de una madre separada con su hijo. Y también el retrato de un muy vulnerable ser humano, tan poliédrico como la vida que se narra, y se narra con tanta emoción, en esta novela. Y todo eso forma parte sustancial de una novela llena de soledades y supervivencia, con la maternidad y la orfandad rozándose; una novela crítica e indulgente a la vez con la sociedad que le tocó vivir a la protagonista y con las personas con las que trató de crecer o no tuvo más remedio que intentarlo; una novela llena de compasión y ternura, tan bien administrada la intensidad de los sentimientos, y tan bien defendido el sentimiento en el papel que le corresponde como materia artística y que Lindo adopta con tanta inteligencia.

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