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Columna
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Las visiones de El Escorial

Hay gente que necesita creer en lo que sea a pesar de todo. De modo que, aunque a los seguidores de la vidente de El Escorial, Luz Amparo Cuevas, se les diga que les está estafando, que la señora vive en un chaletazo y que su organización se ha hecho con grandes extensiones de terreno y de propiedades con el dinero de los fieles, prefieren taparse los oídos. No quieren saber, seguramente porque la adicción es más fuerte que nada. Da la impresión de que la fe y las creencias en el más allá pueden llegar a un punto en que se conviertan en adicción y sea francamente difícil desprenderse de ellas. Porque además de a la droga, el tabaco, el juego o el sexo, también se puede estar enganchado a la religión, los videntes y futurólogos o a una secta. Por supuesto respeto cualquier tipo de fe, religión o creencia, mientras no se caiga en el fanatismo.

Por lo que se pudo ver en un reportaje de televisión sobre las visiones de El Escorial y otras por el estilo, quitarles a estas personas su devoción por unos fenómenos a simple vista falsos era como arrebatarle la botella a un alcohólico, estaban dispuestos a tragarse los engaños más groseros. No recuerdo qué siniestro personaje había urdido un escenario de lo más cutre a base de unos altavoces conectados a una casete, de donde salía una voz que era un cruce entre las psicofonías del Palacio de Linares y la niña de El exorcista. Preguntada una asistente al acto, dijo que la Virgen se manifestaba a través de esa voz. Otra levantó la mirada hacia el sol y dijo que veía una luz azulada. Debe de ser que una vez que las víctimas están captadas ni siquiera hay que esforzarse por montar nada sofisticado, sólo hay que dejar que se junten en medio del campo y levanten la vista a las alturas.

Los manipuladores de los deseos de los fieles suelen ser personas bastante burdas, con un carácter muy dominante y gran habilidad para hacerse imprescindibles en la vida de los demás, hasta el punto de que a quienes caen bajo su poder les cuesta vivir por sí solos. Y a veces se borran los límites entre estos grupos y las sectas, con la diferencia tal vez de que a las sectas les tira el sexo. Siempre hay individuos por ahí con capacidad de liderazgo, megalómanos que sienten que han venido al mundo para someter a otros, no directamente, sino bajo la capa de la doctrina que a ellos les convenga. Esas pobres chicas (como contaba recientemente la madre de una de ellas, atrapada en una secta destructiva durante más de 20 años), que dan por hecho que su cuerpo es del jefe y en muchos casos de todos los del grupo en todo momento. Digamos que el monstruo de Austria, Josef Fritzl, no tuvo narices para organizar una secta de verdad y montó esa dolorosa chapuza en el sótano de su casa.

¿Cuántas sectas habrá en Madrid? Cuántos padres y familiares estarán sufriendo porque una secta ha engullido a un ser querido, se lo ha arrebatado y lo ha llevado a un lugar enfermizo, del que, si tiene la suerte de salir, tendrá que desintoxicarse. Por supuesto, no todas serán peligrosas, ni puede que realmente se comentan esas atrocidades que se les achacan a las satánicas, aunque no deje de ser un tanto inquietante que nuestro deseo de protección y cobijo sea más grande que el instinto de libertad.

Uno acaba siendo un yonqui de la religión, de la secta, de cualquier persona o de una ideología cuando deja de importarle ser libre e independiente, cuando le aterra tomar sus propias decisiones. Sin llegar a ese extremo (y ésta es la otra cara del asunto), creer en algo, indagar en lo invisible es lo más normal del mundo e incluso sano. Nunca he entendido a quienes dicen no creer en nada. ¿Cómo se puede resistir la tentación de creer (aunque sólo sea un rato) en un dios, en espíritus, en otras dimensiones, en la materia oscura...? Personalmente, me lo paso mejor creyendo un poco en casi todo. Y hay que reconocer que cuando la candidez de las creencias más disparatadas se combina con el ingenio pueden aparecer obras de un gran encanto, como la detallada investigación que realizó Arthur Conan Doyle (el autor de Sherlock Holmes) para demostrar la existencia de las hadas, de la que no tenía ninguna duda, explicando sus características, vestidos, costumbres, lenguaje y defendiendo la autenticidad de la famosa fotografía que las llamadas niñas de Cottingley le hicieron a un nido de hadas. El hecho estuvo envuelto en una gran polémica y debates. E increíblemente desde 1918, en que fueron hechas las fotos, hasta 1975, en que una de ellas confesó que las imágenes habían sido manipuladas, persistió el misterio.

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