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Columna
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La vuelta al cole

La vuelta al cole marca el ritmo de la ciudad, del país, del planeta. Hasta que los colegios no abren las puertas parece que nada es del todo real. Es en este momento cuando el atasco de tráfico nos pone de los nervios y los meneos de Wall Street nos alarman. Parece una broma que si mi pequeña economía se tambalea a nadie le importa, pero que un gran banco quiebre tenga que acongojarme, y el que las constructoras ya no se forren como antaño y sufran alguna pérdida tenga que preocuparme y repercutirme en el bolsillo. La verdad es que dan ganas de sacar los ahorros de la cuenta y meterlos debajo del colchón y empezar a hacer algo concreto y útil como sembrar patatas y criar gallinas.

Es incívica la pataleta de la Iglesia y otros sectores contra Educación para la Ciudadanía

Si algo bueno puede tener verle las orejas al lobo como se las estamos viendo desde el santuario del dinero invisible, la Bolsa, es tratar de poner los pies en la tierra, literalmente hablando. De hecho, en las ciudades como Madrid estamos demasiado lejos del campo que nos da de comer. Hay zoo, hay jardín botánico, hay parques (algunos muy hermosos), hay Casa de Campo, pero que sepa no hay huertas ni granjas. Esto puede sonar extravagante (¿una granja, vacas, moscas?) porque hemos creado la ciudad franquicia, porque hemos acatado una forma de vida en que despreciamos e ignoramos lo necesario y nos hemos quedado con el adorno, exclusivamente. Si pudiéramos prescindir de alimentarnos no pasaría nada, pero no sólo no podemos sino que incluso nos gusta.

Hemos expulsado el campo de nuestro día a día. Los alrededores de Madrid en que se cultivaba la tierra se han alejado tanto del asfalto que es imposible ver una lechuga plantada en muchos kilómetros. Se trata de una falta, una carencia en nuestra visión de la vida que probablemente hace que nos sintamos más vulnerables. Así que no estaría nada mal que los niños pudieran acceder a este conocimiento en vivo y en directo. No les vendría mal saber cuál es el valor real de un tomate, que ha tenido que ser plantado, regado, vigilado, arrancado en el momento justo y todo lo que después se puede hacer con él. Que no tuvieran que esperar al campamento de verano para ver una vaca y con suerte ordeñarla. No se trata de llenar Madrid de cabras, ovejas y cerdos, pero que tampoco sea algo que no queramos ver, ni oler, como si no tuviera nada que ver con nosotros y nuestra existencia urbanita, porque sí que tiene que ver.

Y en el extraño mundo económico en que nos ha tocado sobrevivir, tal vez resultaría útil que nuestros hijos tuvieran una asignatura completamente práctica en que tuvieran que mancharse las manos de tierra para que cuando no se puedan comprar pollos los sepan criar. Quizá podría entrar como parte de la polémica Educación para la Ciudadanía, asignatura que me parece imprescindible porque si algo necesitamos los ciudadanos es educación en todos los sentidos. Desde dar los buenos días por la mañana y no ir por el mundo en plan grosero hasta ser conscientes de que es repugnante pegarle una paliza a un compañero para grabarlo en vídeo. El colegio es ese lugar donde uno se relaciona con la gente que se va a ir encontrando a lo largo de su vida y está bien que aprendamos a conocerla mejor y a no tenerle miedo ni rechazo. Resulta incívica la pataleta de la Iglesia y otros sectores católicos contra esta materia porque es algo que compete a los alumnos de todas las creencias, a la sociedad en general. Mientras que las iglesias disponen de recursos, como la catequesis, para enseñar la doctrina a sus fieles.

Llevamos hablando de esto demasiado tiempo, es una pesadez, cuando el problema de la escuela no es ése, sino otros mucho más profundos que tienen que ver con la capacidad de alumnos y profesores, y sobre todo del sistema educativo, para hacer atractiva una clase y que no esté todo el mundo deseando salir corriendo de allí. El problema de fondo es que cada chaval tiene una mente distinta, con diferentes necesidades que sus compañeros, y que la mayoría de las veces el fracaso escolar no consiste en que sea torpe sino en que no recibe los estímulos adecuados. El problema es que los profesores se las ven y se las desean para lidiar con ese montón de molleras en desarrollo, cada una de su padre y de su madre, y poder meter en ellas matemáticas, lengua, historia. En este sentido, es absolutamente recomendable el entretenido, fresco y sincero libro Mal de escuela (Mondadori), escrito por el profesor y novelista francés Daniel Pennac.

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