Espléndido Montaigne
Ensayo. En 1568, el noble señor Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592), de 35 años, sufrió una caída de caballo que casi le cuesta la vida. Su padre había fallecido hacía poco y el huérfano pasaba por un periodo de melancolía. Ya recuperado, y con una clara conciencia de la fragilidad humana y la inmediatez de la muerte, Montaigne dejó sus cargos en la magistratura de Burdeos para retirarse a sus posesiones en el Périgord y disfrutar de sí mismo y de sus seres queridos, de una existencia campestre y de su excelente biblioteca en la célebre torre circular de su castillo.
El Señor de la Montaña plasmaba sus pensamientos de un modo desusado hasta entonces, al vuelo, saltando de un asunto a otro, según le dictara su ánimo o la imaginación, estimulada por los sucesos cotidianos y por las caprichosas lecturas de las obras de sus autores favoritos. Vivía en perpetuo diálogo con Platón, Epicuro, Séneca o Lucrecio, con los que se explayaba sobre el sentido de la vida y de la muerte, o acerca de sí mismo y los demás, de las pasiones, los goces y los misterios de la existencia. Lo mismo charlaba con ellos sobre la amistad que sobre el placer, los cálculos renales, la virtud o el canibalismo. Montaigne llamaba al fruto de sus meditaciones "ensayos" -inaugurando con ello este género literario-; sus opiniones e ideas quedaban a disposición de familiares y amigos, a la vez que le servían para conocerse a sí mismo, "lo más próximo". En su persona hallaba un mundo, pero también los rasgos esenciales de la condición humana.
Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay)
Michel de Montaigne
Edición y traducción de J. Bayod Brau
Prólogo de Antoine Compagnon
Acantilado. Barcelona, 2007
1.738 páginas. 58 euros
Montaigne
Stefan Zweig
Traducción de J. Fontcuberta
Acantilado. Barcelona, 2007
112 páginas. 14 euros
Aquel hombrecillo orgulloso y atento, inteligente y lúcido, buen conversador y que, aparte de recluirse entre sus libros, viajó por Alemania e Italia, había recibido de su padre una exquisita educación según principios erasmistas, y aprendió a cultivar su espíritu, sin prejuicios a la hora de pensar. Tolerante y precavido, brilló como una estrella solitaria en medio de la noche de una Francia oscurecida por brutales guerras de religión. Filósofo sin academia, huyó de las abstracciones metafísicas y se limitó a comprender lo tangible y real. "Filosofar es aprender a morir", suele ser su apotegma más citado, pero significa que primero hay que aprender a vivir con naturalidad, sin temor a ese final que es irremediable; una vida plena y lo más satisfactoria posible, evitando el mal, conducirá a una muerte digna.
Es probable que Shakespeare leyera Los ensayos, que, entre otros pensadores y literatos, influyeron mucho en Descartes y Pascal, Goethe y Emerson. Flaubert depositó el libro en el regazo de George Sand diciéndole: "Léelo de principio a fin y cuando termines vuelve a leerlo, es una maravilla". Nietzsche sostuvo que en compañía de Montaigne la existencia le resultaría más soportable. Y Proust fue también uno de los más conspicuos herederos de quien, como él mismo, continuó escribiendo su obra hasta la misma hora de su muerte.
Los ensayos aparecieron en vida de Montaigne y gozaron de éxito. Captaron la atención de las mentes más abiertas de la época. Sin descreer de la fe católica ni atacarla, allí se incubaban los gérmenes de la revolución secular, hasta tal punto que, andando el tiempo, la Iglesia incluiría la obra en el índice de libros prohibidos; el hedonismo, el sentido común humanista, el cultivo de la individualidad y, en suma, la modernidad que despedían chocaban con los intereses de la curia romana.
Una culta joven parisiense, Marie de Gournay, leyó a sus 19 años la segunda edición de Los ensayos y quedó prendada de ellos y del autor, a quien conocería cinco años más tarde y con el que trabó una singular relación. Montaigne, ya casi sexagenario, adoptó a Marie como hija y se convirtió en su guía intelectual; lo cierto es que fue ella la encargada de reeditar la obra del maestro al morir éste, lanzando en 1695 una edición póstuma de Los ensayos basada en las indicaciones que dejó Montaigne. Esta edición fue considerada fiel y canónica hasta que, en el siglo XX, Fortunat Strowski estableció una nueva según un ejemplar de la obra descubierto en Burdeos, datado en 1588, con anotaciones manuscritas de Montaigne; entonces la edición de De Gournay fue relegada. Sin embargo, especialistas como Antoine Compagnon han optado por reeditarla, entendiendo que es más completa y fiel a la última voluntad de su autor. Ésta es la que ahora publica Acantilado, superando con mucho a cualquiera de las escasas ediciones castellanas de las que disponemos. En resumen, una obra espléndida, editada con esmero, bien traducida y anotada, que tanto sirve al especialista como al lector común.
Junto a la extraordinaria edición de Los ensayos, Acantilado publica en volumen independiente la expresiva y ágil monografía que Stefan Zweig dedicó a su autor, la mejor introducción a su lectura; Zweig, humanista solitario en tiempos de indigencia, nunca se cansó de proclamar la necesidad del pensamiento individual y libre frente a las imposiciones totalizadoras de ideologías y demás locuras gregarias: el íntegro Montaigne fue su modelo.
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