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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

A cada cual su Proust

La aparición de una nueva traducción de la segunda parte de En busca del tiempo perdido reabre el debate sobre las versiones contemporáneas de este clásico del siglo XX.

Conforme más leo a Marcel Proust más me convenzo de la conveniencia de hacerlo como si En busca del tiempo perdido fuese una sola novela dividida en una veintena de grandes secuencias y no la aglomeración de las siete que canónicamente la componen. Así las cosas, la aparición de la segunda de ellas, A la sombra de las muchachas en flor, con la que la traducción de Carlos Manzano para Lumen atrapa a la de Mauro Armiño en Valdemar que lanzó los dos primeros títulos conjuntamente hace poco más de un año, cuando Lumen sólo publicaba el primero, me sigue dando la impresión de que más que ser la segunda parte de siete, se configura como las partes cuatro y cinco de una indefinida serie de muchas más, tras las tres primeras que se integraban en el volumen inicial de Por el camino de Swann, que ambos traductores optaron -en mi opinión mal- por llamar Por la parte de Swann, tomando la parte por el todo, e introduciendo así el equívoco, la ambigüedad y la plurisignificación en un texto de por sí tan polisémico que raya en lo grandioso.

Todo ello es el resultado de la manera de trabajar de Marcel Proust, que escribía mucho más deprisa de lo que hasta hace poco creíamos, pues en lugar de gastar sus últimos años trabajando parsimoniosamente en su gabinete forrado de corcho y fumigado de vapores contra el asma para conseguir un texto implacable y brillantísimo, escribía o dictaba como a golpes en la cama envuelto en abrigo, batas y bufandas y a toda rapidez, tomando cafés y cervezas sin parar, para conseguir un texto febril y apresurado que en tres o cuatro años -de 1909 a 1912, más o menos- se extendió sin perder un ápice de calidad hasta las tres mil y pico páginas casi definitivas de su obra, sin contar los centenares y miles de borradores, pues, además, a veces trabajaba en dos o tres secuencias casi a la vez, por separadas que estuvieran entre sí dentro del plan general de la obra, que ya tenía previsto en su cabeza casi del todo desde el principio.

También sus difíciles rela

ciones con los editores condicionaron los resultados finales, hasta el punto de que casi no lo son (finales, digo). El primer título, Por el camino de Swann, lo editó Grasset porque Proust lo pagó, pero le obligó a acortar el volumen, que pasó de tener cuatro partes a tres. El sobrante pasó a este segundo volumen, del que constituye su primera mitad Alrededor (Armiño dice 'en torno' y Manzano 'a propósito', elijan ustedes) de Madame Swann, tras la cual viene Nombres de país: el país (como dice Manzano, mientras Armiño lo pluraliza como 'de países...') que es donde se justifica de verdad el título general del volumen tras múltiples vacilaciones -'las intermitencias del corazón', 'la adoración perpetua' o 'las palomas apuñaladas'- pasó a revelar el auténtico contenido de 'las muchachas en flor', que no aparecen casi hasta el final. ¿Qué había pasado? Pues que, entre otras cosas, la guerra había retrasado más de cinco años la aparición del segundo volumen de la serie y que Proust había cambiado de editor (de Grasset a Gallimard, que entonó su palinodia reconociendo el error de haber rechazado el primer volumen) y que estos retrasos habían permitido a Proust adquirir la costumbre de revisar sus manuscritos una y otra vez sin parar, lo que marcaría para siempre su escritura. Pues si bien la novela estaba ya terminada cuando Grasset publicó en 1913 su primer título, hasta con la palabra 'fin' colocada en su lugar al final del último (iban a ser dos, luego tres y a la postre resultaron ser siete), como su publicación se prolongó tanto, y el propio Proust murió en 1922 antes de verla terminada, al final los tres últimos fueron fijados por su hermano y heredero en colaboración con el editor, en una versión que hoy discuten casi todos y que todo el mundo considera inacabada al menos para sus tres últimos títulos.

Mientras tanto, en España hemos contado durante más de setenta años con una excelente, aunque poco rigurosa, traducción de Pedro Salinas para los dos primeros títulos, del mismo Salinas y el yerno de Unamuno Quiroga Pla para el tercero (las malas lenguas dicen que era del segundo, y que el poeta no hizo más que firmar) y de los cuatro últimos hemos contado con versiones de Marcelo Menasché en Argentina, de Fernando Gutiérrez en la España de posguerra -discretamente prohibida algunos años- y de Consuelo Berges al final, también excelente, aunque hecha a su capricho, y de un texto original, además, que hoy ya ha sido declarado inservible. De ahí la importancia de los intentos de Valdemar y Lumen, que van a ser los únicos salidos de una sola mano traductora.

La mejor edición es la de Valde

mar, pues Mauro Armiño le ha añadido más de quinientas páginas de introducción, diccionarios, fotos, notas y documentación complementaria, aunque el texto en sí sea más blando y la traducción un poco vacilante. Aunque para hablar del texto en sí, que Lumen está presentando a palo seco, la labor de Carlos Manzano es mucho más rigurosa por lo general, con lo que tendrán que seguir eligiendo ustedes. Pues lo fundamental en Proust -como en todos- es el texto, claro está, que es de donde sale todo. Y como final diré que siendo el de Manzano mucho más fiable, preciso y hasta científico, también es el más duro, rígido y altivo, cuida bien las perversiones soterradas del texto proustiano, pero también oscurece el humor y la poesía que lo recorren. Para poner un ejemplo, para aclararlo y facilitar su lectura y comprensión ha multiplicado por diez el número de guiones utilizados en el original. Como sus frases eran endiabladamente largas, Proust multiplicó bastante los paréntesis y signos de puntuación y hasta los guiones intercalados, aunque estos últimos en una medida mucho menor de lo que aquí hace Carlos Manzano, con lo que el texto pierde fluidez y flexibilidad, se nos da un Proust más sobresaltado, duro e 'interruptus', espolvoreado de guiones, un Marcel Proust entre guiones, en suma, y creo que, dada su fluidez barroca, el castellano es un idioma que no necesita recurrir a estas argucias. ¿Por qué en estas condiciones, y pese a sus fallos, sigo soñando con el de Salinas sin parar?

El Premio Goncourt de 1919

EL 10 DE DICIEMBRE DE 1919, el Premio Goncourt del año fue atribuido, por seis votos contra cuatro, a A la sombra de las muchachas en flor, segunda parte de la serie En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust -iniciada seis años antes-, habiendo quedado finalista Las cruces de madera, de Roland Dorgelès, que fue un contrincante bastante digno, pues abrió a su autor una buena carrera de novelista con tanto éxito que al final hasta acabaría siendo miembro de la misma Academia que le había negado el premio en aquella ocasión. Esta competición fue abusivamente interpretada por algunos críticos y periodistas de la época como un combate entre la derecha y la izquierda, pues por Proust votaron Léon Daudet -fundador y subdirector de La Acción Francesa-, los conservadores hermanos Rosny (autores de fantasía y ciencia-ficción muy populares en su tiempo), Céard, Geffroy y Bourges, y por Dorgelès lo hicieron Hennique, Bergerat y los naturalistas Ajalbert y Descaves; aquella interpretación se apoyaba tanto en las figuras de los candidatos como en las de los miembros del jurado: pero el principal defensor de Proust, Léon Daudet, era 'antidreyfussard', todo lo contrario de su candidato, que había prestado apoyo desde el principio al injustamente acusado protagonista del célebre 'affaire Dreyfus'. Pero Marcel Proust era un personaje de la buena sociedad, un 'mundano' de 48 años, que ni siquiera había participado en la terrible guerra que acababa de terminar, mientras Dorgelès, que tenía 33 años, había combatido voluntario en ella desde el principio y su obra era un alegato pacifista y antimilitarista de envergadura. En su favor se manifestaron Rachilde, Francis Carco y André Billy, y en el de Proust, Paul Souday, Robert Dreyfus y Jacques Rivière. De todas formas, la sangre no llegó al río, el éxito de Proust, avalado por el premio, fue en principio tan estimable como el de Dorgelès, pero como al final ganó la batalla de la posteridad hasta nuestros días, todo esto es ya agua pasada. La historia demostraría que Dorgelès nunca fue tan de izquierda, y todavía estamos buscando cuál podría ser la etiqueta política aplicable a Marcel Proust, cuya suave, humorística, poética, perversa, compleja y brillantísima subversión fue universal y no dejó títere con cabeza. Por cierto, la leyenda dice que gastó el dinero del premio -5.000 francos, que entonces era una suma considerable- invitando a cenar en el hotel Ritz a sus amigos y a quienes le habían apoyado, mientras empezaba a controlar cuidadosamente las críticas y cartas que iban apareciendo y las cuentas que le presentaba su editor, Gaston Gallimard, con una cortesía tan prolija como implacable. R. C.

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