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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una frontera de merengue

"El que salva la memoria de los demás, aunque sea inventándola, merece pasar no a una sino a muchas posteridades". Eso es lo que cree Vetemit Alzaga, fabulador incansable e informador del Gobierno dominicano en los años treinta del siglo XX, momento crucial de esta novela de Marcio Veloz Maggiolo (Santo Domingo, 1936). El narrador principal, que se anuncia como el único personaje ficticio de esta trama de sabor caribeño, recoge la historia de Honorio Lora, el hombre del acordeón, que lleva sus ácidas letras de merengue por el territorio fronterizo entre República Dominicana y Haití, donde se confunde lo cristiano y lo pagano, lo español y lo francés, el Caribe y África, conformando un territorio propicio para la leyenda, pero también para los ultrajes prosaicos en las tierras sin ley.

EL HOMBRE DEL ACORDEÓN

Marcio Veloz Maggiolo

Siruela. Madrid, 2003

146 páginas. 16 euros

Una trama bien hilvanada que juega con la contradicción y el equívoco nos ofrece la peripecia de Honorio Lora, la de sus amantes, la de sus hijos y la de un vasto repertorio de personajes entre los que se incuba la traición y la venganza, la fatalidad y la magia. A Vetemit Alzaga, cuentero de pura fibra, se le obliga a olvidar su propio pasado, a olvidarse de buscar y recomponer la historia de su padre, a quien mató el dictador para el cual Alzaga inventa la genealogía apócrifa de los rayanos.

Enemigo declarado de Honorio Lora, Alzaga va organizando, sin asomo de remordimiento, sus tareas de informante del Gobierno y a través de su relato entendemos cómo Lora, feroz crítico del régimen, utiliza la metralla de sus letras para ir componiendo el canto de la oposición, aunque esta idea no llega a cuajar con fuerza en la novela, y queda como una anécdota que gira en torno al núcleo del relato: las tres muertes del acordeonista, probablemente envenenado, no se sabe si por sus propios músicos acompañantes o por los hombres del dictador, enfurecido por las letras que le dedica Lora en sus merengues. O tal vez por otras venganzas.

Imposible no pensar en García Márquez o en Asturias al avanzar por estas páginas. Sin embargo, el mejor mérito de El hombre del acordeón quizá resida en su lenguaje de marcado afán imparcial, sin los desbordes hiperbólicos de lo real maravilloso, como si el territorio de La Salada no tuviera aquel cariz de fantasía y desmesura, sino que fueran contingentes inevitables para contar una historia más bien terrenal y plausible, lavada de un descomedimiento que la hubiera convertido en relato epigonal de algún cuento macondiano. Por fortuna no es así y la novela se deja leer con interés.

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