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Crítica:POESÍA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un hombre perdido

Para algunos las antologías son losas y para otros tablas de salvación. ¿Qué fue para Richard Aldington (1892-1962) su aparición estelar en la célebre antología Des Imagistes, fletada por Pound en 1914 como evidente plataforma de autopropaganda? Fue sobre todo una forma de colmar las ambiciones juveniles de alguien que desde los 18 años frecuentaba ya las tertulias de Yeats y se codeaba con la flor y nata de la literatura inglesa de la época. Los poemas suyos que aparecieron en esa antología rompedora huelen mucho -paradoja de las paradojas- a victorianismo tardío (un Swinburne depurado, pongamos) y, en todo caso, fue el propio Aldington quien vio en el credo imaginista (que compartió con su mujer Hilda Doolitle, la otra estrella de la citada antología) una camisa de fuerza de la que huyó en cuanto pudo (Pound, por su parte, también había huido de su invento al comprobar que no podía manejar los hilos como él quería y sabía: Amy Lowell, la que ponía el dinero, no estaba dispuesta a aceptarlo). Sus libros posteriores le permitieron hablar más directamente de sí mismo, como lo demuestra este atractivo poema, Un sueño en el parque de Luxemburgo, aparecido en 1930, un año después de su más celebrado logro, su novela de guerra Muerte de un héroe.

UN SUEÑO EN EL PARQUE DE LUXEMBURGO

Richard Aldington

Traducción de Eduardo Moga

Bartleby. Madrid, 2004

88 páginas. 11 euros

La tramoya greco-latina y

neoprovenzal que hay en él, especialmente en sus movimientos iniciales, nos devuelve a tiempos lejanos pero a la vez lo que este poema narra -pues de eso se trata, de una narración en verso- permite el acceso a una conciencia que revela enfermedades modernas, tal vez de estirpe baudeleriana: un hombre solo, en un parque parisiense, en medio de una multitud que deambula ociosa, busca su salvación en el amor que sólo puede vivir como sueño, no como presente al alcance de la mano. La enfermedad radica en esa fuga irreal y tal vez también en la escenografía que recrea la mente soñadora del narrador. Una casa rural francesa, una amante demasiado incorpórea y un cierto aire de melancolía que parece ser la sustancia misma del amor que se consuma con púdicos velos provenzalistas, con delicadas atmósferas de refinada Edad Media propias de un poeta trovadoresco (¿nuevos y extraños ecos prerrafaelitas?). Todo este delicado juego de pasiones y visiones ideales se disuelve cuando el sueño llega a su fin y el soñador sólo percibe a su alrededor la realidad convertida en polvo, un mundo de polvo, el símbolo de la nada y de la muerte. En este punto el poema adquiere un insólito giro, una especie de eliotiano nihilismo muy "tierra baldía": "Soplaba el viento y levantaba polvo, / y lo arremolinaba, y el polvo sobrevolaba el estanque de la fuente...

/ Mi sueño se había reducido a polvo, como la fuente moribunda...

/ polvo como el arrasado cristal de Venecia, / polvo como los remolinos de polvo que me envolvían... / Me agaché / y con la punta del dedo / cogí del suelo una diminuta mota de polvo / y me la llevé a los labios. / Tenía un sabor amargo". Gracias a este giro final, el poema entero se rebobina en una especie de espiral trágica que le dota de la fuerza que necesitaba para contrarrestar su delicada evanescencia. La irrealidad del sueño frente a la realidad del polvo: una forma de simbolizar el deambular de un hombre perdido, tal vez de muchos hombres perdidos si además, como fue el caso de Aldington, han conocido a fondo las heridas de la guerra.

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