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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La magia del arte de la prosa

Como para resolver el problema que plantea la normal difusión de la obra de Pierre Michon, tan desperdigada en la forma, tan dispersa en el fondo y siempre tan informal como asistemática, a su editor en español, Jorge Herralde -nada descontento de su recepción crítica entre nosotros, donde se ha convertido en un escritor de culto, tal como ya lo es en su propio país-, no se le ha ocurrido otra cosa que unir tres de sus pequeños libros (excepcionales, como todos los suyos) por su temática -los tres tratan de pintores célebres- para presentarnos, bajo la garantía de su gran traductora María Teresa Gallego, un único volumen que los integra bajo el título de uno de ellos, como si se tratara de una obra unitaria y completamente correcta desde el punto de vista editorial.

SEÑORES Y SIRVIENTES

Pierre Michon

Traducción de María Teresa

Gallego Urrutia

Anagrama. Barcelona, 2003

200 páginas. 13 euros

La solución ha sido avalada por el propio escritor, pensando que se trataba de una buena idea que él mismo había tenido antes, por lo que no hay nada que objetar, ni mucho menos, pues además va en el sentido de toda la obra de Michon, que no escribe novelas sino textos, fragmentos o todo lo más relatos, que publicaba como podía al menos hasta ahora que ya los puede soltar solos. Al filo de los sesenta, Michon -que empezó a publicar a los cuarenta- es hoy el patrón secreto de las letras francesas y sólo queda lamentar que aquí vemos la segunda gran defección de un gran escritor francés vivo del mercado novelesco habitual, tras Pascal Quignard, perdido en el horizonte del extremo oriente (o del sol naciente, según se mire, pues de trata de Japón), del género literario por excelencia del mercado, o que al menos se hace pasar por él: la novela.

Bien, pero todo esto, si bien nos tiene que hacer pensar, no es óbice para ver que los textos de Pierre Michon -que es un gran artista, eso es indiscutible y basta leer cualquiera de sus frases para comprobarlo- nos han llegado publicados en 11 libros, o al menos en algo que se le parece, casi todos ellos folletos aparecidos en una pequeña editorial (Verdier) salvo uno y medio por Gallimard: Vidas minúsculas (que si parece una novela, es en verdad un relato compuesto por otros ocho que integran diez cuentos) y Rimbaud el hijo, un breve ensayo narrado sobre el gran poeta, que entre nosotros tradujo para Anagrama también esta gran artífice María Teresa Gallego Urrutia que aquí vuelve a insistir con parigual maestría, cosa que no sucedió con Vidas minúsculas, una especie de hagiografía familiar dispersa y magistral cuya traducción compró Anagrama a una editorial mexicana para poder concedérnosla de una vez.

Señores y sirvientes es pues

la reunión de tres libros de Michon, que tratan los tres de pintores y de pintura, y que se publicaron en 1988 (Vida de Joseph Roulin), en 1990 (Señores y sirvientes, tres textos sobre el primer Goya, Watteau y Piero della Francesca) y en 1996 (El rey del bosque, sobre Claudio de Lorena). Cinco relatos sobre otros tantos grandes pintores, que hablan de su vida y de su muerte en algunos casos, de sus pasiones y ambiciones, de sus triunfos y fracasos, del misterio de la creación artística, de la pintura, de la escritura y de sus orgasmos y malandanzas en medio de unos vértigos insondables, tan verbales y cerebrales como carnales e incandescentes, tan ideales como profundamente materiales, no sé cómo decirlo mejor.

Pero quizá un ejemplo aclare más lo que digo. Lo tomo del fragmento dedicado a Van Gogh, a través de un testigo, el factor (llamarlo "cartero" sería un error) Joseph Roulin, uno de sus mejores modelos, que sobrevivió al pintor que le inmortalizó. Michon lo evoca trasladado de Arles a Marsella, al borde de la jubilación, republicano y alcohólico, siempre pensando en su difunto amigo Vincent durante una borrachera solitaria en una noche del 14 de julio, fiesta nacional: "... esas noches de toma de la Bastilla uno no toma nada y acaba por quedarse solo en una mesa, en una taberna cerca del puerto, con el mar delante, de color negro, los amigos que lo han dejado con sus chocheos, los jóvenes perversos que lo miran y se ríen con las ostreras, la bebida blanca que le corre por la barba y el uniforme nuevo, que se la ha manchado; y cuando se levanta uno, airado, y se cae la silla al echarla hacia atrás, no es ya rebeldía, no es adelanto cobrado a cuenta de la república por venir, es la mismísima república la que se cae con esa silla que mira uno con pasmo y algo así como unas lágrimas, postreras, pero que, no obstante, se parecen a la dicha, la república deliciosamente perdida, desplomada ahí, en el pasado...". ¿Se entiende que el pobre Joseph Roulin, el de la barba florida y la gorra de factor de Correos -y republicano irredento- se ponga a hablar con Van Gogh que ya le ha abandonado en ultratumba? Es la magia de la prosa de Pierre Michon, incomparable por incompatible con todas las demás.

Pues la prosa de Michon nos habla de todo a la vez, es un telescopio y un microscopio, es espacio y es tiempo, escenografía, retrato, memoria, historia, pasiones individuales y colectivas, misterios del sexo y de la creación -artística y literaria- con ecos de toda la gran pintura, desde la ambición en el primer Goya, de los orgasmos en Watteau, de la ceguera final de Piero della Francesca que estalla y se prolonga en sus discípulos, hasta las locuras de Claudio de Lorena. Un fragmento no es apenas nada de lo que nos trae esta prosa genial que nos hace tocar el misterio con nuestras propias manos. Por este procedimiento, podríamos unir sus textos históricos -desde Mitologías de invierno hasta Abates- o los intrarretratos de escritores -desde Tres autores hasta Cuerpos de rey- y aún nos quedarían fuera El emperador de 'Occidente' o la geografía de La gran Beune. Pierre Michon es insondable, va mucho más allá de la dialéctica hegeliana de amos y esclavos, pues en el arte y la literatura no hay más que comunión, participación de lo único en un todo que nos desborda por doquier y sin parar, en sucesión, hasta que no podamos más que desear que nunca se acabe, y que así sea.

Detalle del cuadro 'Nacimiento', de Piero della Francesca.
Detalle del cuadro 'Nacimiento', de Piero della Francesca.

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