_
_
_
_
_
Entrevista:PIETRO INGRAO | LIBROS | Entrevista

La memoria comunista

Pietro Ingrao, 93 años, comunista y soñador. Ex dirigente del Partido Comunista Italiano, ex presidente de la Cámara de Diputados, ex periodista y director de L'Unità. Escritor y poeta. Hombre dulce y sencillo. Hoy vive en un modesto piso romano, ayudado por una encantadora asistenta congoleña. Una foto del Che preside el salón. Mientras tomamos un café, él se abraza a la taza y narra. Sigue siendo un hombre brillante, idealista y romántico. Asume que el comunismo falló, que el asalto al Palacio de Invierno fracasó. Pero no se rinde. Sus recuerdos, su peripecia personal y política, como testigo y protagonista del siglo XX, subrayan el anhelo de cumplir un sueño infantil: coger la luna, atraparla con los dedos, cambiar el mundo. Pedía la luna es el título de sus memorias, que en Italia publicó Einaudi en 2006 y que ahora llegan a España. Y éste es un resumen de una conversación-monólogo. El hombre que perdió tira del hilo de la memoria y no encuentra explicación. Y se despide con una frase inapelable: "El capitalismo nos ha destruido, pero todavía no se ve".

"Establecí en mi fantasía una ecuación entre la luna y las esperanzas que iban creciendo mientras Europa se destruía"
"No la cogimos, pero estuvimos cerca. Pareció que la atrapábamos, pero no fue así. No llegamos al Palacio de Invierno"

PREGUNTA. Así que quería la luna.

RESPUESTA. A veces parece que se pueda atrapar. Sobre todo en mi pueblo [nació en 1915 en Lenola, región del Lazio] en verano y primavera, en las grandes noches estrelladas, cuando sale entre las montañas. De pequeño la quería coger, lo conté en un libro. Una noche, a la hora de irme a la cama, quién sabe por qué no quería hacer pis, que hacía siempre, y mi madre un poco desesperada llamó a mi padre, él vino y me dijo bromeando: "¿Qué quieres de regalo si haces pis?". Tengo la imagen como si fuera ahora. Mirando por la ventana hacia el valle y las montañas, vi la luna brillando sugestiva, y le dije: "Quiero la luna". Mi padre se echó a reír y dijo: "Hijo, no consigo cogerla". Así, la luna se convirtió en un símbolo de algo muy bonito que no se consigue coger.

P. Y en una metáfora de su lucha política.

R. Después establecí en mi fantasía una especie de ecuación entre la luna y las esperanzas que iban creciendo mientras Europa se destruía. La luna acabó representando la imagen de ese mundo nuevo que buscaba en la mitad de los años treinta y que después se precipitó en la catástrofe mundial.

P. ¿Vivió la guerra como partisano?

R. No disparé un solo tiro, no estuve en las brigadas sino en la actividad clandestina, haciendo de correo. Los jóvenes de la pequeña burguesía romana montamos una organización que luego amplió sus contactos con figuras singulares como Visconti. En su primera película, Obsesión (1942), moderna y con intención política, metió un personaje que representaba a un clandestino que había entrado ilegalmente en Italia. Él pertenecía a una familia aristócrata de Milán, y había ido a Francia a colaborar con Renoir, que había reunido a algunos italianos que conspiraban contra el régimen fascista.

P. Con el que usted simpatizó al principio al principio.

R. Sí, hice amistad con los jóvenes fascistas en la Universidad de Roma, participé en el movimiento de los Littoriali, y escribí una loa a Mussolini. Pero un amigo, Gianni Buzzini, me llevó al Centro de Experimentación de la Cinematografía instaurado por el fascismo. Allí estaba Alida Valli, la bellísima. Aunque no filmé un metro de película, conocí a los cineastas rusos, viajé a Capri con Giuseppe de Santis (el director de Arroz amargo), conocí a Visconti... Cuando empezaron los arrestos, me escapé a Milán y me hice clandestino.

P. ¿Cómo era aquella Italia?

R. Un país oscuro. La gente emigraba en busca de pan. Había muchísima hambre. El régimen estaba en crisis y las tiendas estaban cerradas. Un día entré en una pastelería abierta que tenía dulces. Compré uno y lo tuve que escupir, era repugnante. Estuve también escondido en Calabria, durmiendo en una cabaña de paja, luchando contra un enemigo, los ratones. Había docenas. Por la noche hacía un fuego para que el humo los ahuyentara. Apagaba el fuego, me dormía y sólo se subían al catre cuando estaba dormido. Ah, aquel sueño de la juventud...

P. ¿Había tiempo para el amor?

R. Sí. Mi futura mujer, Laura, también participaba en la conspiración. La conocí en Roma, era hermana de Lucio Lombardo, que estaba preso en la cárcel de Civitavecchia; ella era el correo entre nosotros. Nos enamoramos y nos casamos ya cuando los aliados entraron en Roma.

P. ¿Recuerda el día de la liberación?

R. Estaba en Milán con unos compañeros sicilianos. Tengo un recuerdo nítido de la noche del 25 de abril. Cenamos algo, nos acostamos, y de repente se abre la puerta y entra Salvatore di Benedetto, abre la ventana y empieza a gritar: "Ha muerto Il Duce", "abajo Mussolini", "viva la libertad", "fascistas carroña". Pensamos que se había vuelto loco. Nos contó la noticia, salimos a las calles, que estaban inundadas de gente, asaltamos las sedes fascistas, estuvimos toda la noche quemando papeles y por la mañana fuimos a liberar a los prisioneros de la cárcel. Luego hicimos un mitin, hice un discursillo, y fui a casa de Elio Vittorini para preparar el número de L'Unità.

P. ¿Quiénes hacían el periódico?

R. Durante esos años lo hicimos con Gillo Pontecorvo, el director de La batalla de Argel. Tenía sólo dos páginas, y metíamos también sucesos. Cuando llegaron los aliados, me mandaron a Roma, primero fui redactor jefe, y luego ya director. Recuerdo que tras la liberación poníamos alguna foto de mujeres con poca ropa y los soviéticos nos lo reprochaban mucho.

P. ¿Lo controlaban todo?

R. Había una relación continua. Ellos eran la guía, la gran guía, daban las órdenes y las directrices. Aunque Togliatti intentó buscar una relativa autonomía, ellos financiaban el partido. Fui a Moscú varias veces con Togliatti. Iban los comunistas de Europa y América Latina, eran unas reuniones aburridísimas.

P. ¿Allí conoció a Carrillo?

R. Nos vimos a menudo. En Moscú y en Francia. Era el líder con el que tuve una relación más estrecha. La Pasionaria era un gran símbolo, pero la relación de alianza y de acción común era con Carrillo. Fuimos muy amigos, nos vimos muchas veces. Incluso, acabada la guerra española, intentamos apoyar su lucha antifranquista y acreditar a la resistencia española, que no tenía mucha fuerza. Los italianos teníamos mejor relación con ellos, los franceses estaban celosos y les ayudaban poco.

P. ¿Los comunistas italianos siempre fueron distintos?

R. Durante la guerra fría vivimos una crisis compleja. Gracias al prestigio de Togliatti, y a la inteligencia de su relación con Stalin para garantizar un modo italiano, éramos más autónomos. Moscú siempre nos consideró heréticos e indisciplinados, los franceses eran más disciplinados y nos atacaban. Tenían celos de nuestra fuerza, y los soviéticos no nos apoyaban. Rompimos con los soviéticos en tiempos de la invasión de Afganistán, pero antes ya estábamos mal, con la defenestración de Dubcek, con quien teníamos una relación muy estrecha. Ponomariov, que era nuestro contacto en el aparato soviético, era un pedante y un aburrido insoportable, que siempre nos daba lecciones morales y controlaba la ortodoxia más estúpida. La burocracia soviética era un verdadero desastre. Distanciarnos fue una segunda liberación.

P. Pero supuso la división del partido. Y las purgas.

R. Muerto Togliatti, se abrió la lucha interna. Una parte de derecha liderada por Giorgio Amendola, y una de izquierda liderada por mí, que intentaba introducir el debate interno, la práctica de la duda, una discusión más democrática. Ganaron ellos. Y fuimos todos purgados. Nos castigaron. Pero el sindicato más cercano a mi pensamiento obtuvo una gran victoria y me propusieron para presidir la Cámara de Diputados. Me convertí en un personaje estatal, y tuve mucha relación con Fanfani, que era el presidente del Senado. Ahí, el partido dio vía libre a la propuesta de Berlinguer y se abrió a Occidente. Ésa fue una gran crisis. Primero rompimos con Mao, y luego vino el error fatal de la guerra de Afganistán que supuso el equivocado e infeliz fin del leninismo. Ahí murió el gran proyecto comenzado en 1917, no sólo el estalinismo.

P. ¿Cómo juzga ahora la apertura de Berlinguer?

R. Yo no estaba de acuerdo. Era un intento de pacto con la burguesía y con el mundo católico. Hacía falta garbo. Por un lado, yo era laico; por otro, tenía una relación mejor que nadie con el clero toscano, que tenía mucho prestigio pero poco poder. Berlinguer se acercó a Aldo Moro, ésa fue su gran operación. Moro era una de las personas más inteligentes y cualificadas del país, pero sólo aceptó el compromiso histórico con mucha prudencia porque no estaba seguro de su entorno. Una parte de la Democracia Cristina se mordió los labios. No querían. Nosotros estábamos muy fuertes, gobernábamos en muchas ciudades y teníamos prisa, queríamos gobernar el país. Moro respondió que necesitaba tiempo. No se lo dieron. Lo asesinaron.

P. ¿Quién?

R. Ése es el gran misterio. No sé quién lo organizó. Pero, desde luego, no fue lo que dijo la versión oficial.

P. ¿El partido comunista pudo hacer más por salvarlo?

R. Las Brigadas Rojas no aceptaban ninguna influencia del partido, marcaban claramente la distancia y la diferencia. Dentro de la Democracia Cristiana hubo una fuerte y pesada resistencia al plan de Moro. Él no tenía fuerza suficiente. La pulpa de la DC seguía siendo anticomunista, y la apertura de Moro no escondía ese rencor. Ésa fue la estrategia que les permitió tener Italia bajo sus manos tanto tiempo. Matan a Moro, muere Berlinguer, y todo acaba.

P. Esas muertes anticipan, en realidad, la muerte del PCI.

R. El partido se divide otra vez y todo se precipita. Yo estaba en España, en un viaje precioso por Córdoba y Sevilla. Vuelvo a Madrid y me encuentro con dos noticias pésimas. La muerte de La Pasionaria, y el error fatal del discurso de Occhetto en el Congreso de la Bolognina. Inspirado en las ideas liberales del entorno de hombres como Scalfari, anuncia que rompe con el pasado. Volviendo de ese viaje encantador, muere Dolores y los periodistas italianos me preguntan qué me parece la liquidación del signo comunista. Asisto en noviembre de 1989 al funeral emocionantísimo de aquella mujer alta y simbólica, comemos con Carrillo en una tasca, tardísimo como siempre en su país, tenemos una larga charla sobre España, hablo con Occhetto y me pide que no diga nada antes de que me explique. Vuelvo a Roma, en el avión veo los periódicos, entiendo mejor, cuando bajo hay dos compañeros esperándome. Voy a Botteghe Oscure, me repite lo que yo ya sabía y me pide que me calle. Yo me niego, voy a Montecitorio y hago la declaración de disenso y crítica. Comienza un curso nuevo, otros grupos rompen con el partido, y todo acaba en que el partido se deshace.

P. Es la derrota final.

R. Hace falta decirlo así. La URSS pierde en Afganistán, el PCI se hace trizas, y enseguida cae el muro de Berlín y Moscú no aguanta más. Yo aquí tiendo a aplicar un razonamiento: ahí acaba la gran parábola de 1917, muere la gran invención del asalto al Palacio de Invierno. Durante 50 años fue un sueño, el comunismo se convirtió en un gran actor mundial, tuvo un poder real con América como antagonista. Pero llega la derrota de Lenin, el sueño se derrumba. Y las ideologías, y los símbolos, y los nombres, y las palabras míticas.

P. Y la luna.

R. La luna no la cogimos, pero estuvimos cerca. Acercamos las manos; mejor dicho, la mirada. Pareció que la atrapábamos, pero no fue así. No llegamos al Palacio de Invierno.

P. ¿La tercera victoria de Berlusconi supone que fue una derrota total?

R. No. Eso querría decir que la partida se acabó y yo no quiero decirlo. Fue derrotado el leninismo en el que creí, eso sí. Fallamos. Perdimos incluso la relación con ese error. El asalto era una parte, un momento. Pero había otros componentes. No contamos con la complejidad de la partida. Dimos demasiada importancia a Europa occidental y poca a la oriental, por ejemplo. Pero hicimos cosas extraordinarias. Conquistamos ciudades y las gobernamos, construimos un sindicato rico de invenciones, dialogamos incluso con la religión. Pero no cambiamos el país, no llegamos a ocupar el poder, el asalto fracasó. Era una idea limitada del cambio.

P. ¿Marx sobrevive?

R. Llega muy lejos. Hizo mucha lectura de clase y creó movimientos de insurrección y liberación. Todos nos equivocamos, deberíamos indagar qué nos faltó. Pero si equiparo esa derrota a la bajeza de Berlusconi, lo nuestro fueron eventos extraordinarios. Los problemas no se han resuelto. El capitalismo nos ha destruido pero todavía no se ve.

Traducción de Helena Aguilà Ruzola. Península. Madrid, 2008. 416 páginas. 23,90 euros.

Pietro Ingrao. Pedía la luna.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_