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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un narrador materialista

Quien tenga leídas cualquiera de las dos novelas de Fogwill publicadas anteriormente en España (La experiencia sensible, 2001, y En otro orden de cosas, 2002, las dos en Mondadori), ya sabe que no vale la pena perder el tiempo tratando de resumir su argumento, aquello que antes se entendía -¡qué lástima que el término haya caído en desuso!- por peripecia. Las novelas de Fogwill -mejor que quede claro desde un principio- apenas tienen argumento, quizá porque vienen repletas -consiéntase la paradoja- de argumentos, no en un sentido narrativo, sino en el sentido más netamente crítico, filosófico, incluso ideológico. Por si fuera poco, al escribir Urbana se propuso Fogwill (según él mismo declara en el pórtico a esta novela, soberbio, como siempre) nada menos que "eludir cualquier acontecimiento". No lo consiguió del todo. Pero ahí queda apuntado su empeño de contrariar -como a él le gusta- la expectativa del lector, quien suele buscar en las novelas precisamente eso: acontecimientos. Humm. "Algo ha de estar indicando esto", se masculla Fogwill: "Quizá haya tanta demanda de que en un texto sucedan cosas porque se descuenta que nada sucederá entre el texto y su lector". Pero eso es lo que Fogwill, junto a unos pocos -muy contados- novelistas, se propone todavía: que entre el texto y el lector suceda algo. Y lo que sucede, en su caso, o al menos en esta novela, es una inquietadora -y desorientadora- secuencia de episodios incipientemente narrativos cuya propiedad fundamental, tomados por aislado lo mismo que en su conjunto, es dar lugar a destellos a menudo polémicos de lucidez.

URBANA

Rodolfo Enrique Fogwill

Mondadori. Barcelona, 2003

144 páginas. 15,50 euros

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"Argentina es un laboratorio del mundo"

La inauguración de un lujoso aparthotel en una zona residencial de Buenos Aires es el punto de fuga en relación al cual se ordenan las sucesivas tomas de cerca de una docena de personajes que, como transeúntes por la calle, acaparan la atención del lector de un modo se diría que circunstancial. El libro entero, en cuanto relato, se estructura al modo de una baza de tarot: cada viñeta narrativa tiene un valor por sí solo. El autor las alinea neutralmente. La secuencia traza la ilusión de un sentido.

Pero el símil peca de esoterismo. Y el caso es que nadie menos esotérico que Fogwill. De hecho, siendo como es él un escritor deliberadamente espinoso, mejor le conviene un calificativo que también lo es: el de materialista. Vaciado de sus connotaciones más doctrinarias, este calificativo se ajusta bien a los rasgos más sobresalientes de la escritura de Fogwill. Así, la precisión técnica, antipreciosista, con que discurre acerca de los más variados asuntos, ya se trate de los hábitos alimentarios de las cotorritas (insectos parásitos a los que atrae la luz), del arte de la encuadernación, de los mercados publicitarios o de las técnicas de marketing en hostelería. Así, también, el antiidealismo con que se remiten las motivaciones de los personajes a su condición social, o profesional, o económica. Y así, sobre todo, la manera en que el narrador invita una y otra vez a cobrar conciencia de la materia misma de la que está compuesto el relato: ese tejido de convenciones que rigen la experiencia de la lectura, el mecanismo que inevitablemente pone en movimiento la decisión de contar cualquier cosa.

"Cuando todo es convencional, y no hace sino cambiar", dice por algún lado el narrador de Urbana, "más que imponerse el cumplimiento de una incierta convención, convendrá acertar con el momento justo de imponer convenciones". Tal es el arte al que se aplica Fogwill con radicalidad y fortuna en aumento, reacio siempre a todo sometimiento, pero sin engañarse nunca acerca de la condición de autor como productor, de su estatuto cada vez más comprometido y subalterno.

En relación a esa sed de acontecimientos que parece mover al lector, Fogwill atribuye a los editores un creciente dominio en "el arte de administrar la medida justa que puede definirse como la presencia de un máximo de acontecimientos en el texto y ninguno por efectos de la lectura". Con ello, dice, "consiguen que el lector termine de consumir manteniendo intactas sus cualidades más preciadas: su poder de compra y el hábito que lo llevará a pagar por algún nuevo título de esa colección. Idealmente", añade Fogwill, "un día la industria terminará por librarse de los autores. Mientras tanto, se insiste en narrar como si nada estuviese ocurriendo".

Por su parte, Fogwill insiste en narrar desde la resistencia a que eso llegue a ocurrir. Para eso extrema su natural proclividad a los ademanes provocadores, incluso chulescos. Al fin y al cabo, él mismo se esta ofreciendo como modelo -como mártir, casi- de autor del que la industria tiene prisa por librarse. Ésa es su coquetería. Ésa es también su estrategia de supervivencia.

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