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Reportaje:APROXIMACIONES

Más vale pájaro suelto

La difícil relación de la obra novelística de Julián Ríos con la institución literaria española es el ejemplo más nítido de lo que acaece si un autor, en lugar de seguir los caminos trillados, reconocidos tanto por el público como por la crítica biempensante, se lanza a la aventura de explorar territorios nuevos e investir una fuerza genésica en las palabras muertas del diccionario. Su opción artística y el resultado venturoso de esta ruptura creadora son vistos con sospecha e incluso con animadversión. Aunque en el ámbito de la novela existen muchas moradas, la forjada por el palmo a palmo le concita la reacción defensiva y alérgica de quienes se sienten amenazados por su riqueza y radical novedad. Por dicha razón será condenado al hispanísimo ninguneo; a sufrir una "conspiración de silencio" como la que exigía para mí el editorialista de un magacín, no en tiempos de Franco sino de Felipe González; a un exilio intelectual y, si las circunstancias se prestan, también físico. El navegante que abre rutas desconocidas y orilla en tierras lejanas sufrirá la suerte reservada al infractor: la de convertirse como dijo recientemente Gregorio Morán, en una "anomalía cultural" y ser barrido por consiguiente a los márgenes de lo que puede y debe ser leído. Así ha ocurrido a lo largo de la historia literaria española del pasado siglo y tiene todas las trazas de suceder en el que comenzamos.

La singularidad artística de

Julián Ríos le ha acarreado el odio de los misoneístas y puede resumirse en el comentario de Joseph Brodsky a la poesía de Osip Mandelstam: cuanto más clara es una voz más disonante suena a oídos de quienes cantan o salmodian en coro. La concepción reductivista de un género trazado con regla y compás, aunada al nacionalismo de campanario que ignora las novedades y descubrimientos realizados fuera de nuestras fronteras lingüísticas e incluso de Iberoamérica, convergen en un consenso mortífero: el de la reiteración de lo consabido, de la recompensa oficial o corporativa a la mediocridad.

Por fortuna, Julián Ríos vive y crea fuera de estos predios. No busca la cúpula protectora de las instituciones, partidos políticos ni grupos empresariales. Rehúsa ponerse la camiseta con la marca de uno o varios patrocinadores (algunos las acumulan en el pecho y la espalda, como los campeones ciclistas o el heroico ganador del rally París-Dakar). Permanece a la intemperie, con una fe inquebrantable en el itinerario de su senda creadora, en los brotes y ramales con los que enriquece el árbol de la literatura. Consciente de su soledad de corredor de fondo, desdeña pactos y componendas. Su rigor literario exige un condigno rigor moral. Fuera de las luces mediáticas, crea y nos recrea a nosotros, sus lectores, pues toda lectura atenta es un ejercicio de recreo y de recreación.

La publicación de Larva en 1983, en una bella edición de Llibres del Mall, culminaba una minuciosa labor emprendida quince años antes y fue recibida por el aplauso de algunos escritores más significativos de Iberoamérica y de un sector de nuestra crítica no obcecado con los prejuicios inherentes a una institución concebida como un código penal de delitos y faltas. Pero, apercibido para la defensa tras tan inesperado tanto en el marcador, el gremio continuista y hostil a toda innovación audaz se movilizó. Aquella exploración de zahorí por el ámbito cultural y literario de diversas lenguas -no sólo de la española, inglesa, francesa o italiana sino también del árabe y el turco- revelaba, a través de unas ilaciones y juegos que imantan al lector, unos conocimientos y lecturas de cuya enjundia creadora adolece cruelmente nuestro Parnaso. Como aficionado que soy a la lengua de nuestros vecinos de la orilla sur del Estrecho, disfruté de la hilarante inventiva del capítulo titulado 'Algarabía' en el que el personaje anónimo de la novela discurre como el Simbad el Marino joyciano hasta dar con Nora en un café de su recorrido de topógrafo y tipógrafo londinense, capítulo del que no resisto a la tentación de leer unos párrafos cuando estoy de malhumor.

Al terremoto literario y lingüístico de Larva y de su aguijadora prolongación en Poundemonium han seguido unas obras más accesibles al lector aturdido por la bien orquestada estereofonía de su Babel de lenguas. Dejando de lado ahora las extraordinarias incursiones de Julián Ríos en el campo de la pintura (Kitaj, Antonio Saura) y de la poesía (Octavio Paz), me referiré aunque sea brevemente a tres novelas que leí y releo a menudo con verdadera delectación: Sombreros para Alicia, Monstruario y Amores que atan.

A Sombreros y Nuevos sombreros para Alicia me une la común devoción con Julián Ríos por el reverendo Charles Lutwidge Dodgson, alias Lewis Carroll, a quien homenajeé a mi manera en Paisajes después de la batalla. Como dije en su día, el autor pasea con la sabiduría y ligereza de un Borges por el rico surtido de la sombrería del reverendo en su sahrazadesca captación de la nínfula desvanecida y sin cesar reencarnada por espacios reales o inventados por Melville, Joyce, Kafka o el propio Lewis Carroll, en los que Alicia se muta y transmuta, cambia de nexo y sexo a cada quita y pon el sombrero del prestidigitador o ilusionista de la palabra.

Los vagabundos del inveterado

rompesuelas urbano de Julián Ríos en Monstruario nos invitan a calar en el palimpsesto de París, Londres, Nueva York o Berlín de la mano de autores, pintores, artistas o arquitectos, cuya ficción es una forma superior de realidad. Autores y personajes literarios se entrecruzan en sus páginas y tejen una red de complicidades, locuras y disparates que abarca a Bouvard y Pécuchet, Rimbaud, Van Gogh, Cézanne, Leopold Bloom, la polifacética y seductora Rosa Mir -la coleccionista errante émula del Jusep Torres Campalans de Max Aub- y ese niño Mons, cuya afición a los monstruos es el hilo conductor de esta feraz y estimulante novela de la cultura urbana que, como las otras novelas de Julián Ríos, confirma las observaciones del gran lingüista Iuri Lotman en Semiótica de una ciudad "en cuanto mecanismo que engendra perpetuamente su propio pasado, el cual dispone así de la posibilidad de confrontarse con el presente de un modo prácticamente sincrónico. Bajo este concepto, la metrópolis, como la cultura, es un mecanismo que se opone al tiempo".

En cuanto a Amores que atan, imitado por escritores de segunda fila que hilvanan nombres de escritores y artistas famosos y lugares de pedigrí artístico para elaborar una muestra mediocre de la llamada literatura sobre la literatura, es quizá la obra más atractiva y cómica del autor, dueño de un lenguaje que contamina al lector enfermo de lo que el genial Quevedo llamaba libropesía, como evidencian estas líneas que le dediqué: "Su librodinámica no es la de un patoso y estólido libropedaleador de mar llana: con poderosa energía libroeléctrica salta de gentildama en gentilmundana, de villa en ciudad, de lecho en cama y de lengua en lengua. Las criaturas soñadas por otros apetecen obligatoriamente a un buen librófilo, capaz de dispensar su libromiel a la inocente Lolita o instruir en sus artes de libroterapia a la Wanda de Sacher-Masoch".

Julián Ríos, el ninguneado en

España o Spanndereta, pero semilla creadora en otros ámbitos más vastos y fecundos que el nuestro, es el mejor ejemplo de una muy deseable guía para perplejos en la encrucijada literaria en la que nos hallamos. La de forjar algo nuevo o acomodarse a la reiteración de lo ya dicho y redicho: "Cuando se domina una técnica o se ha llegado al final de una experiencia, hay que dejarlas en busca de lo que se ignora; en el campo del arte y la literatura, valen menos cien pájaros en mano que el que, para encanto y tortura nuestros -versátil, inspirado, ligero- sigue volando".

ZITA
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