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CIENCIA FICCIÓN
Columna
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Marte, el planeta rojo, teñido de Azul (I)

¿ESTÁ CONDENADA la humanidad a vivir en nuestro limitado paraíso azul? Los detractores del programa espacial suelen aducir que sus elevados costes podrían desviarse a empresas más beneficiosas para la humanidad (de la lucha contra el cáncer o el sida al auxilio de los más desfavorecidos en el mal llamado Tercer Mundo). Este argumento es, sin duda, cuestionable cuando se compara el irrisorio coste del programa espacial con el gasto anual en materia de defensa (beneficioso para algunas empresas, claro, pero no precisamente para el común de los mortales).

Invocar el ansia de exploración humano como soporte al programa espacial puede sonar a justificación pueril; de hecho, existen causas mucho más profundas: si queremos sobrevivir como especie, la humanidad está obligada a expandir sus límites. Empezando por la colonización de otros mundos cercanos, posible válvula de escape a alguno de los peligros que amenazan potencialmente a la vida terrestre. Pese a que los vientos del cambio parecen haber alejado los ecos de una posible guerra nuclear total, existen otros cataclismos de origen natural, como el impacto de un meteorito de grandes dimensiones, o incluso la propia muerte del Sol, dentro de unos 5.000 millones de años, cuyos estertores finales provocarán una notable aumento de tamaño hasta engullir, muy posiblemente, la Tierra.

Desde que, en 1930, el escritor Olaf Stapledon concibiera la idea de alterar un entorno planetario -Venus- para albergar vida, en su obra La primera y última humanidad, han sido múltiples las novelas y los filmes de ficción que han explorado, con mayor o menor acierto, las posibilidades de habitabilidad del Sistema Solar.

De Órbita de colisión (1942), de Jack Williamson, célebre por acuñar el término terraformación y por su visión de un Sistema Solar colonizado por distintas potencias mundiales, a Aliens, desafío total o el reciente filme Serenity (2005), aunque la obra de referencia en la materia es la imprescindible trilogía compuesta por Marte rojo, Marte verde y Marte azul, del escritor estadounidense Kim Stanley Robinson.

Desde que en 1961, merced a un artículo publicado en la prestigiosa revista científica Science, el astrónomo Carl Sagan sentara las bases científicas de la terraformación, la ciencia ha pasado a encabezar el sueño de la colonización de otros mundos. Podría incluso decirse que la ciencia es hoy fuente de inspiración de novelas y filmes, que presentan argumentos hasta cierto punto creíbles sobre el proceso técnico de reforma de un entorno planetario hostil para hacerlo habitable a la vida humana.

Quizá valga la pena advertir que ese intento pionero de Sagan, basado en el uso de algas cianofíceas, diseminadas por las capas altas de la atmósfera de Venus (rica en CO2), como estrategia para reducir el efecto invernadero extremo del planeta, no resultaría: debido a la extraordinaria densidad de la atmósfera de Venus, la materia orgánica sintetizada en las capas altas por acción de las citadas algas volvería a convertirse en dióxido de carbono al descender a las capas más calientes, cercanas a su superficie...

El artículo de Sagan marcó el camino para un gran número de estudios y enfoques posteriores, basados en un mejor conocimiento de la climatología planetaria existente hoy día. De entre la pluralidad de mundos existente en el Sistema Solar, Marte parece el mejor candidato a un eventual proceso de terraformación.

La idea es "si no podemos adaptarnos a la vida en Marte, adaptemos Marte a las condiciones de vida terrestre". Llegado este punto, algún inquieto lector se preguntará: ¿por dónde empezar? Existen dos estrategias iniciales posibles, encaminadas ambas a la construcción de una atmósfera marciana, cuya presión permita el tránsito de humanos en su superficie sin necesidad de trajes espaciales: el uso de técnicas a distancia que liberen gases de efecto invernadero capaces de engordar la tenue atmósfera marciana -de sólo seis milibares de presión- o el asentamiento de algunos equipos de colonos marcianos especializados, con autonomía basada en la explotación de los propios recursos naturales del planeta.

Dicho sea de paso, la casi inexistente atmósfera marciana no produciría el sorprendente efecto dilatador sobre los globos oculares que padecen accidentalmente los protagonistas del filme Desafío total.

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