Estado de sitio
LA DECISIÓN del presidente Alfonsín de declarar el estado de sitio enturbia un acto culminante del proceso de democratización en Argentina: las elecciones legislativas parciales del 3 de noviembre. Aunque el decreto autolimita los poderes tomados y promete el mantenimiento de las gárantías cívicas, es norma universal de las democracias que las elecciones se celebren en condiciones políticas de normalidad. Y eso no será ya posible.El decreto de Alfonsín, que sigue y completa otra decisión de Gobierno de practicar unas detenciones preventivas contra presuntos golpistas, revela el temor de que un entramadó desestabilizador se adelantase a las urnas y secuestrase el poder establecido. Hay que recordar que en circunstancias de sólo un cierto parecido se celebró el largo proceso co nstituyente español y que a cada paso tenido como decisivo correspondieron violentos actos de desestabilización; España no cayó en la tentación de las medidas excepcionales y prefirió responder a la provocación y al delito con la solidificación del poder civil. Los hechos demuestran que eso fue un acierto.
El parecido se detiene ahí: la Argentina democrática sale de una dictadura monstruosamente criminal, cuya delincuencia se está exarninando en un proceso que acusa a nueve altos jefes del Ejército, entre ellos los ex presidentes del país; de una aventura militar (Malvinas) desmoralizadora; y atraviesa una crisis económica tan profunda que se puede emplear abiertamente la palabra hambre para explicar lo que sucede en amplios sectores sociales. Personas grandes y minúsculas del régimen anterior están arrojadas a la infamia pública y pendientes de una mayor depuración: son desestabilizadores natos, gentes adiestradas en la violencia, y muchos de ellos creen que no tienen nada que perder en una aventura golpista. Además de los atentados y los actos de terrorismo que se multiplican, existe un llamado plan Omega para derribar el poder civil.
La arriesgada decisión de Alfonsín puede cerrar el paso a este golpismo derechista y dejar fuera de posibilidad de acción a muchos de sus activistas; solo si fuese así se justificaría. Funcionara a condición de que el Ejército en activo, la enorme parte militar que ha quedado exenta de las acusaciones globales contra el régimen anterior, se mantenga al margen. Parece que va a ser así: el Ejército, a pesar de la pérdida de sus privilegios y de una disminución continua de sus presupuestos, está demasiado escaldado por el desastre del que fue protagonista, y que ahora es público; no tiene el menor deseo de com prometerse otra vez en la administración imposible de un país en bancarrota; acepta con cierta malignidad que sean los civiles los que carguen con ese enorme peso. Si alguien puede hacer algo para salir de la situación es un Gobierno civil democrático, y Alfonsín cubre ese puesto de héroe cívico con inusual fuerza.
Queda en pie la sospecha, y el temor, de que el paso espectacular del presidente haya sido precipitado, y el interrogante de si la respuesta plenamente democrática -esperar, a pie firme los nueve días que le quedaban hasta las elecciones- no hubiese sido más eficaz. Lo que se espera ahora es que el estado de sitio no se mantenga dutante el tiempo revisto por el decreto; que las elecciones legislativas parciales (para un tercio del Congreso) se desarrollen de manera que nadie pueda impugnar sus resultados por el hecho de celebrarse en circuns,tancias de excepción; y que el presidente dé una explicación clara de los motivos de medida tan severa y extrema en cuanto se esclarezca la trama del golpe y el juicio de los implicados.