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El juguete averiado

Andrés Trapiello

En estas últimas semanas, a raíz de la devolución de los tres cuadernos de Azaña robados en 1937, se han sucedido una serie de artículos con opiniones de todo tipo, unas acertadas y otras disparatadas, tanto sobre la valoración literaria de Azaña y su vocación política como del destino que habría que dar a tales diarios. Sorprende en primer lugar que todo el mundo haya sostenido, incluso historiados profesionales, que esos diarios, aunque vergonzosamente mutilados y manipulados, fueron editados por primera vez en 1939 por Joaquín Arrarás. Para la reconstrucción de su peripecia es importante aclarar que existe una edición anterior, de 1938, publicada en Santiago de Chile. Se tituló Memorias íntimas y secretas de Manuel Azaña, con el subtítulo (La República Española y sus hombres juzgados por el presidente). Documentos sensacionales. Éste es un libro editado muy pobremente, al contrario que el de Arrarás, y está igualmente mutilado y lleno de infames e importunos comentarios. Lo editaron seguramente los servicios de propaganda franquistas, que trataban de ese modo de contrarrestar las muy numerosas simpatías que la causa de la República despertaba en la población arnenicana, como cuando los mismos servicios hicieron circular en Buenos Aires una increíble décima atribuida a Lorca y titulada ¡España!En Chile residía por entonces Samuel Ros, un escritor sobresaliente por el que Ridruejo sintió siempre una sincera admiración. Por la época en que fueron robados los cuadernos de Azaña, Ros se evadió por la embajada que ese país tenía en Madrid, al igual que Sánchez Mazas. Ros alcanzó Chile, pero Sánchez Mazas, que pretendía avadirse por Francia, cayó preso. Como ha recordado Patxo Unzueta citando a Zugazagoitia, en un momento determinado Azaña planteó canjear al prisionero Sánchez Mazas por sus propios diarios, idea que el Consejo de Ministros encontró descabellada. Si Ros se ocupó o no de esa edición y de las glosas groseras que jalonan el texto, es cosa que no sabemos, aunque no parece su estilo. En el libro no figura nadie como autor de esa edición, que se remata con un cuadernillo con el facsímil de los cuadernos, probatorios de su autenticidad.

Que los diarios, al parecer extraviados y dormidos entre otros libros de la biblioteca de la hija de Franco, hayan aparecido ahora, 20 años después de, no tiene nada de extraño, y sólo quiere decir que en esa casa leen poco y consultan menos aún la biblioteca, que por otro lado no debe ser tan numerosa, aunque seguramente la verdadera razón de este vacío haya que buscarla en el propio Azaña. Basta leer la literatura de uno y otro bando para darnos cuenta de que Azaña fue verdadera bestia negra de todos ellos, y sólo cuando desde la derecha o desde posiciones liberales se ha vuelto a poner en circulación su obra y su pensamiento político han reaparecido tales cuadernos. Dicho de un modo poético: los diarios no han aparecido antes porque, salvo unos pocos historiadores y dos o tres viejos azañistas, nadie en el fondo estaba interesado en ese legado, del que entre todos habían desmontado la espoleta.

Como quiera que sea, estos cuadernos, con los ya editados en México hace 30 años en la editorial Oasis, completarán esta obra llamada a ser la más importante y leída de su autor, quizá porque, entre otras razones, no está escrita con ese otro estilo suyo elocuente, empastado y un poco retumbante, que marea un poco, en detrimento de sus asombrosas ideas.

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Azaña conocía la importancia nacional, no sólo personal, de tales documentos, y eso lo prueba el hecho de que los pusiera a resguardo con su cuñado, quien fue traicionado por un subalterno del consulado en Ginebra. La historia es la que ha aparecido estos días en los periódicos.

Bien si Azaña pensara, en momentos de reposo, utilizar estos cuadernos para elaborar unas memorias, bien si se hubiese decidido a publicarlos en esa redacción primera, los diarios vienen a confirmar algo que por evidente a veces no quiere repetirse: que Azaña era un hombre profundamente débil, tanto como inteligente, melancólico y solitario. Conocemos muchas memorias de estadistas, escritas en la tranquilidad de sus retiros. Ahora, el caso de Azaña es único. No se habrá visto a nadie que teniendo la responsabilidad de gobernar en un país entonces ingobernable se dedique a llevar un diario de esta naturaleza, con efusiones líricas incluidas. Y ahí viene la debilidad. Quienes llevan un diario suelen ser débiles por definición, al menos en el ámbito de lo público: quieren contarse por escrito las cosas de otro modo a como realmente han sucedido, al menos como ellos creen que han sucedido. Es, para entendernos, una manera legítima de vivir dos veces. En ese aspecto, en todo diario, no cabe duda, hay un proyecto de literatura: la ficción y la realidad tienen un vínculo que les une: la verdad. El que escribe un diario cree estar contando la suya y quién sabe si restableciendo la de todos. De hecho, en los de Azaña más que en ningunos otros, nos topamos con el intento desesperado de relatar a los hombres del porvenir lo que sus contemporáneos no quisieron creer. Dicho al revés, si Azaña hubiese podido hacer política no habría podido escribir sus diarios, no habría tenido ni siquiera tiempo. Pudo hacerlo porque el tiempo le sobraba. El diarista es un orillado del tiempo, del tiempo social, al menos. El resultado fueron estas páginas apasionantes. Azaña fue un hombre que luchó en su vida sólo por dos cosas, la literatura y la política, y en él esas dos causas fueron, en su época, unas causas perdidas. Es curioso, sin embargo, que hoy todo el mundo se reclame deudo suyo, después de que lo tuvieran todos, izquierdas y derechas, apartado en un rincón, como a juguete de hojalata lleno de abollones. El viejo juguete se ha puesto a andar y empieza una violenta disputa para determinar quiénes son los auténticos herederos. Veremos ahora la reunificación de los diarios de Azaña como la reconciliación de aquellas dos Españas que se inventaron quienes no creyeron jamás en la tercera, que era precisamente la que defendía él. Por fin, sólo quedan los pequeños pero muy importantes detalles: quién es el legítimo propietario de los manuscritos, quién va a editarlos, etcétera.

Juan Marichal ha expresado el deseo de que "al patriotismo del gesto de la donante" de devolver estos diarios al Estado se sume el de los dueños del resto de los manuscritos, ya publicados en 1968. Marichal sólo pudo hablar del "patriotismo de la donante" seguramente en un momento de reblandecimiento, ante la alegría de la recuperación, ya que no consta en ninguna parte que devolver lo robado 60 años después de robado sea un gesto patriótico. Bien es verdad que Franco o su hija podían haberlos destruido con gasolina y una cerilla o sacado fuera de España para venderlos en una subasta, obteniendo por ellos una bonita cantidad, pero seguramente el patriotismo de que hicieron gala durante 40 años les ha puesto en la posición de no necesitar el dinero, gracias a Dios. En cuanto a acusar de falta de patriotismo a Enrique de Rivas Cherif, actual y legítimo propietario del resto de manuscritos, si no se desprende de ellos, es como llamar malas personas a los herederos de Pedro Salinas por no ceder los manuscritos y derechos de autor del poeta al pueblo de Madrid, que tanto le quiso y tanto le debe, o llamar desalmados a quienes, como el burgués Azaña, creemos que de la propiedad privada ha de disponer siempre el individuo y no el Estado o las coacciones falsamente morales. ¿Y para qué querría el Estado el manuscrito si ya tenemos el texto? Se ve que a Marichal sólo le molesta que lo tenga otro.

Lo importante, en fin, ni siquiera es que hayan aparecido estos diarios. Lo único importante ahora es que sean leídos, por lo menos tanto como los antiguos, que tampoco lo fueron mucho nunca, a tenor de las cosas que seguimos diciendo los españoles.

Andrés Trapiello es escritor.

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