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Acción popular nada popular

La acción popular, esto es, la capacidad de ejercer una pretensión penal plena al margen del ministerio fiscal y sin ser víctima del delito, es una peculiaridad del ordenamiento procesal español que hunde sus raíces en el medioevo, que el liberalismo reconoció y fortaleció. El ejercicio de este derecho cívico fue jibarizado judicialmente bajo el franquismo con la imposición de fianzas desproporcionadas. Por ello, no es de extrañar que los tribunales postconstitucionales restringieran al máximo los requisitos para ejercer la acción popular en el ámbito penal. De esta suerte, el acusador popular podía acusar prácticamente a cualquiera, particular o agente público, de prácticamente cualquier delito.

Un Tribunal Supremo más atento al adjetivo que al sustantivo ha aceptado querellas abusivas contra Garzón

Este contexto llega a su apogeo con el caso Filesa, donde, si no llega a ser por unas acusaciones populares, el caso se hubiera archivado, pues el ministerio fiscal no acusaba. En fin, la acción popular es un derecho ciudadano de configuración legal, que no es absoluto ni incondicionado; o lo que es lo mismo, es la ley procesal la que lo regula.

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Sin embargo, como la experiencia enseña, los motivos que animan a los acusadores populares distan, a veces, de ser altruistas. Para corregir abusos, los tribunales han ido recuperando algunos mecanismos de contención; por un lado, la imposición de fianzas moderadas; por otro, la obligación de concurrir las diversas acusaciones populares bajo una misma dirección letrada.

El proceso contra Garzón -por osar enjuiciar a los tiranos del franquismo- deriva de querellas de grupúsculos ultraderechistas. Sorprendentemente, el Tribunal Supremo (TS), pese a imponer moderadas fianzas, no obliga a todas las acusaciones populares a concurrir con una misma dirección letrada. En su auto del 15 de febrero pasado, el instructor de la causa parece advertir divergencia de intereses entre los diversos acusadores populares y garantiza a cada uno su propio abogado. Cuesta entender qué divergencia de intereses puede haber, procesalmente hablando, entre acusadores populares, pues, por definición, no defienden intereses propios -no son víctimas- sino generales. Otra resolución que puede ingresar en el top ten de lo que nunca desearíamos ver en la jurisdicción.

Pero la crítica precedente es insuficiente, pues no se cuestiona la mayor, es decir, ¿pueden ejercer la acción popular quienes la ejercen en los procesos contra Garzón? En éste y en otros casos similares debió negarse la personación de éstas o análogas asociaciones. Así es, una de ellas, la pretenciosa Manos Limpias -¿los demás las tienen sucias?- se presenta como un sindicato de funcionarios públicos pero, aunque lo sea y al margen de su prácticamente inexistente fuerza sindical, el objetivo de un sindicato no puede ser nunca otro que la defensa de sus afiliados y de los derechos de los trabajadores. Dentro de su objeto social no cabe ejercer de desfacedor de los mil entuertos que comporta la vida pública. Pese a lo que algunos creen, una persona jurídica no es igual que una persona física; es una técnica para que varias personas físicas de común acuerdo alcancen un determinado objetivo mediante la ficción de atribuir personalidad jurídica a un ente ideal. Tal personalidad se le atribuye por el ordenamiento en atención a ese objetivo y no para cualquiera otro.

Tres cuartos de lo mismo cabe decir de otras asociaciones privadas, Libertad e Identidad en este caso, cuyos fines no pueden abarcar el ejercicio de acciones penales, dado que eso, por naturaleza, es ajeno a sus fines. Cifrar el objeto social de una asociación en el ejercicio de la acción popular es, hoy por hoy, tan insostenible jurídicamente como basar tal objeto en ejercer la función penitenciara o el derecho a voto en las elecciones populares.

Más complicado, en apariencia, resulta limitar el ejercicio de la acción popular a los partidos políticos, en este caso FET y de las JONS. Se dirá, y con acierto, que los partidos -y los mayoritarios con desenfreno- se sirven de la acción penal para sus objetivos partidistas. Pero argumentar así es lo mismo que afirmar que un pecado mil veces cometido deviene en virtud gracias a la recidiva.

Cierta incomodidad judicial ante el eco mediático de su negativa ha impedido que se restrinja el acceso, como si fueran ciudadanos de a pie, de los partidos a las Salas de Justicia. Ese error es hora de enmendarlo. En efecto, si un partido tiene como objeto social la consecución del poder mediante el encauzamiento de la participación ciudadana en las instituciones, sólo una visión totalizadora, por no utilizar otro término emparejado, incluiría la acción popular como parte del acervo legítimo del que disponen tan especiales personas jurídicas para la consecución de sus objetivos.

Estas anomalías en la acción popular es lo que el TS, más atento al adjetivo que al sustantivo, debería desde hace tiempo haber corregido si realmente diera cumplimiento a su función de culminar el orden jurisdiccional, garantías constitucionales al margen. Si se hubiera corregido este dislate, nos habríamos evitado este bochorno que los ciudadanos no nos merecemos. Permitir querellas como la que nos ocupa es permitir, en contra de la ley, que se ejerzan derechos, discutibles por demás, con manifiesta mala fe. Verificar que los derechos se ejerzan de buena fe es presupuesto de actuación judicial.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Barcelona.

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