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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Activos tóxicos en la sanidad madrileña

Cuando en medio mundo el mercado pide al Estado que le rescate de sus propios demonios, en la Comunidad de Madrid se encarga a las empresas privadas que salven la sanidad pública

La post-modernidad política ha entrado como un vendaval en Madrid desde la llegada de Esperanza Aguirre. En el tornado preelectoral de la pasada legislatura se prometieron siete nuevos hospitales: al sector privado se le encargó la inversión y la explotación de la parte no clínica, salvo en Valdemoro, donde se externalizó totalmente la provisión. En esta legislatura se prometen cuatro hospitales más (todos al estilo Alzira o Valdemoro), obras en todos los grandes (con concesión de la gestión de la parte no clínica) y libre elección generalizada de médico y hospital.

La ideología que inspira este cambio está clara y explícita: se desconfía de la gestión pública de infraestructuras, se intenta evitar la gestión de las funciones no clínicas del hospital y, en la medida de lo posible, se busca desplazar la provisión pública de servicios al entorno privado. Hay que señalar que esta pulsión de externalización marca una diferencia con las políticas nacionales de los ministros de Aznar (Beccaría, Villalobos-Núñez Feijóo y Pastor), o regionales de Gallardón (Echániz) hasta el 2003, los cuales se orientaron hacia la modernización de la gestión pública, concretada en nuevas formas de gestión (directa), gestión clínica (institutos y unidades clínicas) y contratos de gestión entre financiadores públicos y proveedores públicos. En esta vía se materializó un notable consenso político entre PP y PSOE (Ley 15/1997 de habilitación de nuevas formas de gestión en el Sistema Nacional de Salud).

Sorprende que se postule este modelo tras el fracaso de la experiencia de Thatcher y Major
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La actitud de Esperanza Aguirre es claramente ideológica: desconfianza en la gestión pública

La opción política actual supone un cambio rotundo de estrategia que va a traer consecuencias importantes y por ello es fundamental desvelar las hipotecas y explicitar contradicciones de enorme toxicidad para la sanidad madrileña.

Así, si vía concesión se privatiza la provisión y se paga a una empresa un canon en formato per-cápita para que se haga cargo de un territorio-población, estamos obligando a dicha población a que acuda al proveedor asignado, lo que no es fácilmente conciliable con la libre elección de médico y hospital (salvo que se ensaye un costoso juego de facturación interna entre hospitales). Por otra parte, los modelos de libre elección irrestricta tenderían a primar el pago por acto, que genera un aumento en la intensidad asistencial, provocando el uso excesivo e inapropiado de servicios médicos (el conocido efecto de la "demanda inducida por la oferta").

Además, estas políticas no dan respuesta al cambio del perfil de la demanda (envejecimiento, cronicidad y pluri-patología), que desaconseja la fragmentación de dispositivos y/o la facturación por ítem de servicio prestado. Hoy más que nunca hace falta un director de orquesta clínica; a nivel internacional se busca en el médico de familia, en la integración de procesos y en la gestión clínica la necesaria coordinación y la reducción del encarnizamiento clínico y de la asistencia innecesaria, insegura, inclemente e insensata.

También es sorprendente que se postule que la competición entre proveedores generará eficiencia en la sanidad, especialmente tras la fallida experiencia de Thatcher y Major en el Reino Unido con su modelo de competición pública en un "mercado interno". En ella, y con un altísimo coste, se demostró que el carácter público del financiador sanitario limita severamente la capacidad de influir en los hospitales contratados, que actúan como monopolios locales para prestar servicios a los habitantes de su entorno. ¿Qué ocurre si quiebra un hospital?: que al final debe ser rescatado con dinero público para no perjudicar a su población. Incluso puede ocurrir que el hospital aproveche la situación y se lance a hacer gestión temeraria, incurriendo en gastos y desarrollos que finalmente deben ser asumidos por el erario público.

Y por último, hay que plantear reparos cuando se postula sin matices y sin evidencias que son más eficientes los nuevos hospitales bajo formas innovadoras de gestión (tamaño medio de 211 camas en España) que los modelos de gestión directa pública (420 camas). Al afirmar esto se olvida que el sistema sanitario es un todo articulado, donde puede haber lanchas rápidas, ligeras y flexibles precisamente porque hay transatlánticos que soportan funciones de alta especialización, docencia e investigación. También suele olvidarse que el personal pionero de los nuevos hospitales no tiene el sobrecoste de la edad, discapacidad y declive de cohorte que se observa en centros cuya plantilla se dotó en bloque hace treinta años.

Por lo anterior, las comparaciones precisan ajustes y sentido común, y las políticas deben priorizar las mejoras y la modernización de la gestión de los centros de gestión pública directa, de los que depende tanto la asistencia de la mayoría de ciudadanos como el soporte científico y de servicios de alta especialización del conjunto de la red.

La ausencia de un modelo de gestión para el hospital público es un déficit clamoroso (aunque no sólo en Madrid). Esperanza Aguirre ha tenido la gran fortuna de encontrar el futuro sin hipotecas: porque hasta el 2002 Insalud invertía con el presupuesto de cada año los servicios que se abrirían en el futuro (el político inauguraba lo promovido por su antecesor, pero raramente lo suyo). Y por eso pudo ensayar la construcción-express con capital y empresas privadas que le permitiera inaugurar inversiones antes de las siguientes elecciones, trasladando la factura a la siguiente legislatura (y a las generaciones venideras). Este mecanismo permitía, además, obviar la tediosa dependencia del presupuesto y de los irritantes controles de endeudamiento, pudiendo prometer y desarrollar todo lo que políticamente fuera oportuno y rentable.

El movimiento convulso y turbulento que se ha impreso a la sanidad madrileña no parece dejar espacio ni tiempo para el consenso político, para el diálogo social, para el diseño planificador y regulador, para el debate técnico y profesional o para la simple organización de experimentos que nos permitan ensayar los cambios antes de que su generalización pueda suponer mayores problemas. Mientras tanto, y en medio de esta burbuja neo-liberal, el Servicio Madrileño de Salud se está recalentando con activos cuya toxicidad puede estallar en una crisis de impredecibles consecuencias económicas y sociales.

Además de los evidentes desbarajustes y conflictos producidos por la falta de planificación y el estilo autoritario de gestionar los cambios, las consecuencias económicas están siendo cada vez más evidentes: la aguerrida presidenta, al sucederse a sí misma, tiene que afrontar el pago creciente de sus facturas aplazadas, que amenazan la suficiencia de los presupuestos de gastos corrientes. Y aunque tiene razón en que el sistema de financiación autonómica de 2001 (diseñado e impuesto por Rodrigo Rato) ha sido perjudicial para la financiación de Madrid (en especial por su insensibilidad al incremento poblacional experimentado), no es menos cierto que sus propias decisiones han acrecentado el problema por el lado de la recaudación, del gasto y de las prioridades sectoriales. Cuando en medio mundo el mercado pide al Estado que le rescate de sus propios demonios, en Madrid se busca a las empresas para que salven las finanzas sanitarias con inversiones externalizadas y gestión indirecta: el mundo al revés.

Sin embargo, la más grave es la crisis moral de los recursos humanos de los centros públicos: relegados al olvido y a la no priorización política, usados como mina para extraer -detraer- personal para los nuevos hospitales, tratados como un residuo de un modelo antiguo y decadente de provisión pública, desorientados ante la entronización de la ética de mercado, abandonados a una función directiva devaluada, partidaria y cambiante, y con creciente asfixia económica en necesidades de todo tipo. En estas condiciones, los profesionales van tirando la toalla y se produce la peor de las pérdidas, que es la descapitalización social y moral de su propio personal: la intoxicación del activo humano es sin duda la peor noticia, y la que más ensombrece el pronóstico de la sanidad madrileña.

José Ramón Repullo es profesor y jefe del Departamento de Planificación y Economía de la Salud, de la Escuela Nacional de Sanidad (Instituto de Salud Carlos III).

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