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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Actuar ahora pensando a largo plazo

Para ser más competitiva, nuestra economía del conocimiento requiere financiación, pero también reformas. La crisis puede restringir lo primero, pero no hay justificación para no hacer lo segundo

Ramon Marimon

Hace 10 años, el Gobierno español empezaba su presidencia de la Unión Europea brindando por el nacimiento del euro, con un programa de avanzar en la agenda de Lisboa de hacer de "Europa la economía del conocimiento más dinámica y competitiva del mundo en el 2010", y dejando patente la voluntad de que España debía jugar en la primera división de la economía del conocimiento. A principios del 2012, todo aquello puede parecer un viejo sueño o, simplemente, un error. ¿Nos equivocamos?

Ciertamente hubo errores por exceso y por defecto, pero pienso que no nos equivocamos en lo esencial. No fue un brindis al sol: el lanzamiento del euro era, y es, un gran paso en la historia de Europa. Conocimiento y competitividad eran, y son, las bases más sólidas en que afianzar el crecimiento de una sociedad avanzada, y si España quería ganar credibilidad, dejando atrás su imagen de Club Med, no podía más que apostar alto por estas bases.

Aunque aún no está en la primera división, España ha hecho avances en ciencia y tecnología
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El problema de la educación en nuestro país no es su tamaño, sino su baja calidad

Cierto, como acostumbra a pasar en política, hubo un exceso de retórica, pero la balanza que ha pesado más es la de los errores por defecto. En el caso del euro, como es sabido, y ya he comentado en esta página, el defecto de establecer unas bases más sólidas de unión fiscal. En el caso de la agenda de Lisboa, el que muchas de las reformas que debían impulsar conocimiento y competitividad apenas pasaron de la retórica. En la Eurozona, esto ha sido especialmente grave en los países del Club Med -más tarde conocidos como PIGS- para los que, por una parte, la distancia a cubrir para entrar a primera división era mayor y, por otra parte, la credibilidad del euro les ha permitido endeudarse fácilmente, tanto al sector público como al privado, invirtiendo en actividades o contrayendo compromisos sociales y financieros que poco tienen que ver con el conocimiento y competitividad. Ya sabemos a lo que nos ha llevado, pero no cómo acaba la historia.

Sin embargo, en el caso de España ni todo fue, ni ha sido, retórica. En algunos aspectos, nuestra sociedad del conocimiento ha hecho avances importantes. Del 2001 al 2009: el número de investigadores ha crecido un 57,6% (37,4% en la Eurozona), y en el 2009 el 39,7% de los trabajadores se dedica a actividades científicas y tecnológicas (39,6 en la Eurozona); el gasto en I+D sobre el PIB ha pasado del 0,91% al 1,38% (la Eurozona del 1,85% al 2,05%). Es decir, se ha crecido por encima de la media de la Eurozona (o de la Unión Europea), pero en conjunto aún falta para llegar a la primera división.

Eso sí, algunos centros o departamentos universitarios de investigación, así como algunas empresas innovadoras, han demostrado ser internacionalmente competitivos y atraer investigadores; a menudo con la ayuda de programas, nacionales o de comunidades autónomas, abiertos a los investigadores extranjeros. Sin embargo, el conjunto del sistema universitario y de investigación, mayoritariamente público (el 72% de los investigadores en 2009), no se caracteriza por ser abierto e internacionalmente competitivo, y la innovación es todavía minoritaria en el sector privado.

Un problema parecido, diría aún más grave, aparece en la raíz de nuestra economía del conocimiento: la educación. Por ejemplo, en el Global Competitiveness Report 2011-2012, mientras España está entre los primeros países (de un total de 142) en términos de participación escolar (número 2 primaria, número 3 secundaria, número 18 universitaria) en términos de calidad escolar es otra historia (número 93 primaria, número 98 el sistema educativo), por no hablar de la calidad de la enseñanza en ciencias y matemática (número 111). Desafortunadamente, estos índices para el sistema educativo son consistentes con el informe PISA de la OCDE (2009) en el que los estudiantes españoles de 15 años están un 11% por debajo de los finlandeses. En contraste, la calidad de la educación empresarial a nivel graduado es muy alta (número 6).

Si se tratase del deporte, diríamos que tenemos algunos buenos jugadores, incluso algún equipo, que pueden competir internacionalmente, pero ni tenemos cantera ni un buen nivel medio, y demasiados jóvenes sin oportunidades adecuadas para practicar. Esto tiene tres problemas, especialmente si el objetivo es el crecimiento. Primero, que como los buenos jugadores, los buenos investigadores o ingenieros son fáciles de ser fichados por otros países que apuestan por la excelencia; lo que ya nos empieza a pasar de nuevo. Segundo, que la investigación o educación de calidad baja no aporta a la sociedad lo que debería; es decir, difícilmente se traduce en crecimiento. Tercero, que cuando los jóvenes -que ni estudian ni trabajan, o si lo hacen, es en empleos precarios- dejan de ver su futuro en la formación, el conocimiento y la creatividad, el mismo futuro de la sociedad del conocimiento peligra.

Nuestra economía del conocimiento requiere financiación, pública y privada, pero, en particular, requiere reformas que la hagan más competitiva. En tiempos de crisis se puede ser restrictivo en lo primero, pero no hay justificación para no hacer lo segundo. Es decir, no creo que sea la hora de entonar el canto keynesiano: "Las restricciones van a traer más recesión", sino de seguir el consejo de Milton Friedman: "La mejor guía sobre qué hacer en el corto plazo es seguir los objetivos a largo plazo". Ganar la batalla de la credibilidad fiscal, mostrando que somos capaces de resolver el problema acuciante de la deuda, es un objetivo a largo plazo; pero no es el único, no es la única C.

Dando por descontado que respecto a la credibilidad fiscal se va a actuar con decisión, como se está haciendo, y esto requiere esfuerzo de toda la sociedad, hay tres opciones en relación con nuestra economía del conocimiento. La primera es simplemente considerar los gastos públicos en investigación y educación un gasto más a recortar y, dado lo complicado de la situación, dejar las reformas para mejor tiempo; eso sí, al menos abordar la reforma del mercado laboral, facilitar la creación de empresas y hablar de la importancia de la innovación. No es trivial, pero insuficiente.

La segunda es evitar que los recortes presupuestarios hundan la punta del iceberg que nos hace visibles al mundo (programas como el de centros de excelencia Severo Ochoa pueden ayudar a ello) y, afectando también la línea de flotación, abordar reformas que están sobre la mesa. Por ejemplo, la nueva Ley de la Ciencia puede servir de base para algunas de estas reformas (una agencia nacional de financiación de la investigación, utilizando la herencia de la ANEP pero independiente, una mayor autonomía del CSIC y otros organismos públicos de investigación, posibilitando una mayor integración con los centros de excelencia de las comunidades autónomas y transparencia para la transferencia tecnológica, etcétera). Excelencia y competitividad han de ser los baremos para estas reformas estructurales y la consiguiente asignación de recursos. Teniendo en cuenta que esto no solo quiere decir ser competitivos en investigación punta fácilmente traducible en innovación o adaptación de nuevas tecnologías, sino también en investigación de servicio que permite evitar mayores desastres (como la de las vacas locas, que Rajoy tuvo que lidiar, o la reciente actividad sísmica de Hierro), así como en el puro conocimiento; por ejemplo, en campos en que destacamos, como son las matemáticas o la astronomía.

La tercera es reformar además el gran cuerpo menos visible del iceberg: el sistema educativo. De forma que nos acerquemos a la primera división, como Finlandia, o que en el ranking de universidades del Times Higher Education no nos limitemos a tener solo una entre las primeras 200.

Tres opciones de creciente complejidad y coraje para su implementación. Un buen baremo para medir nuestra credibilidad en perseguir objetivos a largo plazo como el conocimiento y la competitividad que garanticen nuestro crecimiento. Sí, aquellos objetivos ¡de hace 10 años!

Ramon Marimon es director del Max Weber Programme, profesor del European University Insitute y de la Universitat Pompeu Fabra y presidente de la Barcelona Graduate School of Economics. Fue secretario de Estado de Política Científica y Tecnológica (2000-2002).

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