África dice no
La cumbre de Lisboa se adorna con grandes palabras. Pero tropieza en todo lo demás
La cumbre Europa-África ha terminado como suelen hacerlo estos acontecimientos, con grandes palabras y poca sustancia, algo inevitable cuando, como es el caso, los interlocutores -el mayor bloque comercial del mundo y el continente más pobre- no se han visto juntos las caras durante siete años. La declaración final habla de un compromiso para establecer una "asociación de iguales" y superar la histórica relación donante-receptor. Se promete cooperación, entre otros capítulos, en inversiones, desarrollo, derechos humanos y mantenimiento de la paz. Y una cita en 2010.
En Lisboa, sin embargo, se ha abierto una discrepancia crucial sobre la organización de un comercio que mueve más de 200.000 millones de euros anuales. Los países africanos rechazan las presiones europeas para firmar nuevos acuerdos de liberalización económica, que eliminarán las cuotas y las tarifas en los próximos años, y exigen unas relaciones más justas y adaptadas a su cruda realidad. Todo sugiere que la UE seguirá negociando más allá del primero de enero, cuando expiran los pactos que otorgan a los africanos un acceso preferencial a los mercados europeos.
El otro debe de la reunión convocada por Portugal (y adornar así el cierre de su presidencia rotatoria) está en su incapacidad para llevar a lo más alto de la agenda dos de las crisis más brutales y olvidadas, Zimbabue y Darfur, y a sus respectivos directores de orquesta. Europa tampoco habla con una sola voz cuando se trata de África. Sus complejas relaciones con el continente que se repartió en Berlín en 1885 siguen haciéndose bilateralmente, y así continuarán en el previsible futuro. Por eso, tanto el ex guerrillero Robert Mugabe, ejemplar represor y esquilmador de la antigua Rodesia, como el no menos dictador de Sudán Omar al Baschir, que preside sobre el genocidio de Darfur y lleva años torpedeando una fuerza de interposición de la ONU, han podido pasear su altanería por el cónclave lisboeta.
Las relaciones entre Europa y África son tan atormentadas como lo dictan un pasado turbulento y un presente dominado por su desigualdad económica radical, una inmigración fuera de control y la proliferación de conflictos armados intratables y formidables crisis humanitarias. Poner orden en ese rompecabezas político y social y alejarse a la vez del espectro colonial exige mucho más que retóricas proclamaciones de buenismo e inevitablemente llevará muchos años. Unos años que la UE tiene especial prisa en acortar, no sólo porque es el mayor socio comercial de África, sino también porque la sombra de China se va agigantando entre los dos continentes y rebañando una parte del pastel. Pekín ha quintuplicado su comercio con África en los últimos cinco años y, a diferencia de algunos países europeos, su cinismo no precisa de pedigrís democráticos ni de certificados de derechos humanos para concluir grandes negocios en ese continente.
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