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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ahora, el Congreso

El parlamento catalán ha aprobado por amplia mayoría (120 votos sobre 135) un nuevo Estatuto de autonomía. O sea, una propuesta de ley para ser presentada a las Cortes, pues no se trata de una ley catalana sino de una ley española que regula el lugar de Cataluña en España. Los diputados catalanes han cumplido los dos requisitos que el presidente Rodríguez Zapatero planteó para su aceptación: han fraguado un amplio consenso, del que se ha excluido sólo el PP, y han intentado moverse dentro de los límites de la Constitución, con algunos retruécanos que serán objeto de intensos debates. La propuesta agota desde luego todo el margen existente en la Carta Magna para ampliar competencias y rediseñar un sistema de financiación generalizable, fijar un catálogo complementario de derechos ciudadanos y aumentar el reconocimiento de la identidad catalana. Tiempo habrá para calibrar si la utilización de ese margen ha desbordado o no los límites de la Constitución. Esa preocupación ha presidido el debate, como se ha visto con la presión sobre CiU para que retirase los conceptos abiertamente inconstitucionales que contenía su propuesta financiera.

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Independientemente de la valoración que merezca el nuevo Estatuto y algunos contenidos concretos, el proyecto debe ser aceptado a trámite en las Cortes: no representa a una mitad de la sociedad contra otra, como ocurría en el Plan Ibarretxe; no lo apoyan votos contaminados por la violencia; no pretende desafiar el entramado constitucional como ocurría en aquel caso. Y el parlamento catalán ha ejercido las funciones que le corresponden en el marco legal y constitucional aceptado por todos.

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Desde la oposición, Rajoy se ha apresurado a propugnar la posición más radical frente a la propuesta: que no sea admitida a trámite por la mesa del Congreso y que, en caso contrario, el Gobierno disuelva las Cortes y convoque elecciones para que los ciudadanos puedan pronunciarse ante lo que a su juicio es una reforma constitucional en toda regla. Se equivocaron cuando quisieron impedir que el Congreso se pronunciara sobre el plan Ibarretxe por el procedimiento de enviarlo al Tribunal Constitucional; se equivocarán ahora si pretenden impedir que la Cámara lo admita a trámite y entre en el debate pormenorizado del texto. Desde Cataluña se entendería como una agresión y la situaría en pie de igualdad con la aventura rupturista del plan Ibarretxe. La autoexclusión sin matices del PP significa en todo caso también una severa limitación para el Estatuto, pues salvo posterior rectificación en el Congreso, supondrá que el nuevo Estatuto acabe dotado de menor consenso que el de 1979, un hecho que en sí mismo debiera ser objeto de reflexión también en Cataluña.

Sería difícil de entender que las Cortes no aceptaran que el nuevo Estatuto entre en la cámara, pero también debe quedar claro que su paso por el parlamento español no puede ser un simple trámite de convalidación. La vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega ha situado con claridad las cosas en su lugar: "Vamos a garantizar que el texto final sea acorde con la Constitución de la A a la Z, con el interés general y con el de todos los ciudadanos". No es caprichoso que la reforma del Estatuto catalán deba superar tres listones: su elaboración en el parlamento autónomo, la aprobación del Congreso y la ratificación en referéndum por los ciudadanos catalanes. Sobre esta triple llave descansa el delicado equilibrio del Estado de las autonomías: no puede ser un documento unilateral, las Cortes tienen toda la legitimidad para enmendar su contenido en el marco de la comisión mixta, y los catalanes tienen derecho a rechazarlo al final si tras el cedazo de las Cortes consideran que queda esencialmente desdibujado respecto a sus expectativas.

Empieza pues la segunda fase, tan política como la primera, que desplaza las tensiones desde la dialéctica entre el tripartito y CiU a las tensiones latentes dentro de la familia formada por el PSOE y el PSC. Los parlamentarios catalanes no pueden pretender que el Estatuto salga de las Cortes tal como entró, por lo que es lógico el acuerdo de los partidos catalanes para evitar una retirada del texto en Madrid que no sea por consenso, lo que excluye una eventual espantada de CiU y Esquerra.

Los partidos catalanes han tenido el sentido común de no convertir la aprobación del Estatuto en un acto triunfalista. Saben los problemas que vienen. Y también que nadie puede apuntarse el éxito como propio. El presidente de la Generalitat ha conseguido ganar la primera fase de la apuesta con que marcó la legislatura y reforzar la cohesión del tripartito, aunque en el horizonte aparezca el doble precio de un desplazamiento hacia las posiciones ideológicas del nacionalismo y el riesgo de altas tensiones que empiezan ya a manifestarse dentro del PSOE. CiU ha intentado, como era legítimo, dinamitar al tripartito atrayendo a Esquerra hacia la radicalización, con el concierto y con los derechos históricos, pero ha entrado en el consenso cuando ha visto que ésta era una vía perdida. Hoy las fuerzas políticas catalanas han dado una imagen de unidad que probablemente habrá reconfortado a una ciudadanía perpleja por un proceso cansino, confuso y, en algunos momentos, difícil de entender. Pero la política no ha terminado: empieza la segunda parte, que es la decisiva. Hasta ahora han tenido la palabra los diputados catalanes, ahora la tienen los representantes de todos los españoles. Así es el Estado autonómico; así es España.

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