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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Aniversario

Tanto es el ruido político en la calle que el tercer aniversario que hoy se cumple de la mayor matanza terrorista en la historia de España, en un atentado de matriz islamista, puede quedar ensordecido después de la manifestación de ayer por el caso De Juana. Siempre cabe la esperanza de que los líderes aparquen sus diferencias y muestren sensatez y mesura cuando el rey Juan Carlos descubra a mediodía el monumento en vidrio en memoria de los 191 fallecidos y los 1.824 heridos junto a la estación madrileña de Atocha, obra de un equipo de jóvenes arquitectos. Y ojalá también que muchos ciudadanos acudan allí para expresar con silencio el repudio y el dolor a tal barbarie. Las rencillas llegan hasta tal extremo que las discrepancias entre el Ministerio de Fomento y el Ayuntamiento de Madrid obligaron a suspender días atrás una conferencia de prensa donde se iban a explicar los detalles del acto.

El recuerdo de la muerte transmite ante todo la tristeza a los deudos, así como la angustia de quienes sobrevivieron a la masacre. Tres años después, la mitad de las víctimas aún padece depresión, miedo e inseguridad. Un 23% no ha podido volver a trabajar, la mitad se encuentra jubilado o en el paro y casi un tercio todavía no ha obtenido el reconocimiento como víctima del terrorismo.

También hay que contextualizar este tercer aniversario en su vertiente positiva: la coincidencia con el juicio, en curso desde hace ya casi un mes, contra los 29 acusados. Y eso en sí debe servir de estímulo para que los familiares sientan y confíen en que al final se hará justicia. De un lado, para depurar definitivamente responsabilidades penales y de otro, para acabar -¿será posible?- con el clima de sospechas en torno a la investigación de la tragedia, alimentado por el PP y algunos medios de comunicación. Y hasta la fecha, como va quedando evidenciado en el discurrir de la vista oral, son abundantes las pruebas que determinan que el 11-M tuvo una matriz exclusivamente islamista y que no existieron conexiones con ETA ni connivencia o colaboración de miembros de los servicios de inteligencia marroquíes y españoles como irresponsablemente algunos insinuaron.

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El múltiple atentado fue obra de una red yihadista, con ramificaciones en España y otros países, que encajaba en la estrategia diseñada por Al Qaeda para la guerra de Irak, según ha señalado el sumario. Expertos internacionales en terrorismo islamista sostienen que la mano de Bin Laden pudo ser más activa en la planificación del atentado de lo que inicialmente se creyó. La politización extrema y la división que provocó el suceso, y aún provoca, ha impedido tal vez ahondar más en el grado de responsabilidad de Al Qaeda.

"Siempre fuimos un paso por detrás de los terroristas", confesaba un inspector de la policía esta semana en el juicio. Es innegable que las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia dispusieron de abundante información previa sobre los asesinos, pero de poco sirvió ante el cúmulo de fallos de previsión y coordinación. Es verdad que en estos tres años se han subsanado lagunas: hay más agentes dedicados al terrorismo integrista, más traductores, más control de explosivos y hasta un muy necesario centro nacional de coordinación antiterrorista. Pero aún siendo eso muy positivo, resulta todavía insuficiente.

La amenaza continúa y España sigue estando entre los objetivos preferentes del fanatismo islámico, advierten los principales responsables policiales. Ese peligro debería ser motivo de unión y no de división de los partidos democráticos en la lucha contra el terrorismo internacional. Y también debería llevar a poner en sordina teorías conspirativas de clave doméstica.

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