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Arquitectura y lugares sagrados

Expulsado por la puerta, lo sagrado regresa por la ventana. Un pequeño convento en Ronchamp y un gran museo en Jerusalén ilustran las formas contrapuestas de abordar el conflicto entre lo sagrado y lo profano en el mundo contemporáneo. En la localidad francesa, un proceso de diálogo y negociación ha permitido al genovés Renzo Piano iniciar la construcción de un racimo de celdas para monjas clarisas en la falda de la colina coronada por la capilla de Notre-Dame-du-Haut, la obra más célebre de Le Corbusier; en el corazón de la que solía llamarse Tierra Santa, una sentencia judicial permitirá al californiano Frank Gehry levantar un colosal complejo promovido por el Centro Simón Wiesenthal -el famoso cazador de nazis, que por cierto era de profesión arquitecto- sobre el cementerio musulmán más antiguo de la ciudad. Tanto en Ronchamp como en Jerusalén, las formidables polémicas suscitadas por los proyectos han tenido una dimensión paisajística y patrimonial; sin embargo, en ambos casos esta faceta ha palidecido frente al apasionamiento del debate simbólico y religioso.

Construir el museo Gehry de Jerusalén sobre un cementerio musulmán es una agresión
Los conflictos entre arquitectura y religión tienden a recrudecerse
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La capilla de peregrinación de Ronchamp se alza en un antiguo lugar sagrado de las estribaciones de los Vosgos; allí se ha adorado al Sol, a los dioses romanos y a la Virgen María, pero desde que Le Corbusier culminó los volúmenes escultóricos de este santuario lírico, el único culto vigente en la colina ha sido el de la arquitectura. Con esta obra el maestro mudó su lenguaje maquinal y náutico por otro orgánico y telúrico, cambiando el rumbo de esta disciplina y convirtiendo el emplazamiento en un destino de peregrinación artística. El proyecto de Piano, realizado con el paisajista Michel Corajoud, fue redactado a petición de Jean François Mathey y Dominique Claudius Petit, hijos de los clientes originales de la capilla, que hoy presiden las asociaciones de Notre-Dame-du-Haut y Les Amis de Le Corbusier, pero tales credenciales no impidieron una viva oposición a la introducción del convento en este recinto mítico.

Desde luego, los críticos del proyecto basaban su postura en la defensa de la obra de Le Corbusier, pero tanto el escaso impacto visual de la nueva construcción -una docena de celdas excavadas que no se perciben desde la cumbre que ocupa la capilla- como la mejora del entorno que supone la prevista demolición del lamentable pabellón de acceso actual y la eliminación del aparcamiento asfaltado adjunto, hacen pensar que una motivación subyacente ha sido el procurar mantener el carácter secular y artístico de Notre-Dame-du-Haut, frente a una recuperación confesional y religiosa del enclave.

Paradójicamente, los oponentes de Piano defendían la naturaleza sagrada de la colina, pero a condición de que la única devoción practicada allí fuese la del arte, y a su vez muchos de los partidarios de la intervención parecían tener más en cuenta la recuperación de la cota para el culto católico que la deseada rehabilitación y mejora del emplazamiento.

El museo de Gehry en Jerusalén, por su parte, dispone un bodegón de enormes frutas fragmentadas sobre un cementerio musulmán al oeste de las murallas de la ciudad vieja, y ha provocado la indignación esperable entre los árabes israelíes y los palestinos. Irónicamente denominado Museo de la Tolerancia, esta extravagante acumulación de ondas y rizos, escamas y branquias, burbujas y explosiones, es algo más que el despropósito de un arquitecto judío casi octogenario que aspira a dejar su huella en la Tierra Prometida mediante una naturaleza muerta gigantesca y agitada: esa bandeja titánica y trivial, atiborrada de mondas y virutas, es una agresión a la tradición sagrada y a la memoria arqueológica, y un gesto que impone los valores seculares del espectáculo y la autoría a un entorno arcaico y quizá también obsoleto. Aunque en apariencia constituye una afirmación de modernidad laica y artística, que expresa la tolerancia a través de la coexistencia azarosa de las formas, el museo es más bien un episodio de guerra religiosa y pugna por el territorio en un lugar donde, como tantas veces se ha dicho, hay demasiada historia para tan poca geografía.

De un tiempo a esta parte hemos asistido a un inesperado recrudecimiento de los conflictos que reúnen arquitectura y religión, desde el forcejeo entre Tailandia y Camboya por las ruinas del templo de Preah Vihear hasta la pugna por los monasterios serbios de Kosovo, pasando por las innumerables polémicas que ha suscitado la construcción de mezquitas en Alemania, Francia o Gran Bretaña. El periodo histórico abierto por el 11 de septiembre se percibe con frecuencia a la luz de las fracturas religiosas o culturales, por más que la retórica Alianza de Civilizaciones que ahora se visualiza en Ginebra bajo la cúpula acuática y estalactítica de Miquel Barceló -que paradójicamente ha coincidido en el tiempo con la demolición de la cúpula de la madrileña cárcel de Carabanchel, una utopía penitenciaria y panóptica que el abandono había convertido en un templo agreste del graffiti, vibrante en sus muros con una verdad violenta y gratuita que no se halla en la cueva onerosa y onírica del mallorquín- intente difuminar las aristas del conflicto en el magma amniótico y cromático de la diversidad. Más importante aún, ese paisaje craquelado por grietas de creencias está abriendo un abismo entre la organización secular de la sociedad y el rebrote pugnaz de la fe como teología política.

Quizá, como argumenta Mark Lilla en The Stillborn God, "el ocaso de los ídolos se ha pospuesto", y estamos condenados a volver a librar las batallas del siglo XVI. Mientras tanto, debemos reclamar para el arte el dominio espiritual de la trascendencia -aun con el riesgo de adorar un nuevo becerro de oro à la Damien Hirst-, y evitar a toda costa que ese ámbito de devoción contamine el territorio de la política civil. Renzo Piano, que hace tiempo construyó en Houston un museo entendido como santuario para la mecenas e intelectual católica Dominique de Menil -y después una capilla para la obra de Cy Twombly, en la estela de la capilla Rothko-, ha sabido establecer en Ronchamp un diálogo inteligente con sus críticos, modificar parcialmente su proyecto y llegar a una propuesta pacífica que reconcilia a las clarisas con Le Corbusier. Frank Gehry, que a diferencia del italiano se siente más artista que constructor, ha puesto su ya ajado talento plástico al servicio de una empresa eminentemente política, imponiéndose a sus críticos por la vía judicial y utilizando sus formas agitadas más como un arma arrojadiza que como un terreno de negociación. Al cabo, el constructor que establece un diálogo político resulta ser el artista auténtico, mientras el artista que se impone en los tribunales parece apenas algo más que un político partidista: habrá más emoción sagrada y más dignidad civil en la colina de Ronchamp que en el Museo de la Tolerancia de Jerusalén.

Luis Fernández-Galiano es arquitecto.

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