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Arte contemporáneo

Julio Llamazares

Que el museo de arte contemporáneo de una ciudad española inaugure su nueva temporada con una fiesta cuyos dos alicientes principales eran la presencia de Alaska y de su marido y la actuación de la Terremoto de Alcorcón no dejaría de ser una catetada de no hacerse a costa del contribuyente; peor: del contribuyente de una autonomía que apenas tiene medios para cuidar su gran patrimonio artístico. Muy cerca de ese museo al que me refiero, una de las catedrales góticas mejores de toda Europa sobrevive a duras penas con las migajas de un presupuesto que no puede abarcar todo y con los donativos de los ciudadanos: "Salvemos la catedral", reza una campaña pública que intenta suplir aquél con la voluntad del pueblo.

Desde que empezó la fiebre de los museos de arte contemporáneo no hay ciudad en España que no quiera tener uno. Como las catedrales en la Edad Media o los teatros en el siglo XX, los museos de arte contemporáneo se han convertido en este momento en la medida de la importancia de una ciudad, o por lo menos de su modernidad. De ahí que florezcan por todas partes, como los hongos, haciendo de éste el país de Europa con mayor número de instalaciones de estas características. Constatación que, en vez de hacernos pensar a todos, lleva a algunos a creer que somos los más cultos y modernos del planeta.

El disparate se agrava todavía más por las características que suelen reunir estos museos. No vale cualquier edificio público para su sede; hay que construir uno que despierte la envidia de las demás ciudades y, para ello, no se escatiman medios. Lugares hay, así, que no tienen hospital, o que carecen de infraestructuras fundamentales para su desarrollo, pero que presumen de su museo de arte contemporáneo como esos chabolistas que enseñan con orgullo su antena parabólica presidiendo las hojalatas y los cartones de la chabola en la que malvive.

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Pero ahí no termina todo. Como para la construcción del nuevo museo (que a veces es el único, puesto que no hay presupuesto para los tradicionales; ya se sabe: el etnográfico, el histórico, el documental...), se contrata también a un director de prestigio, preferiblemente de fuera, que se encargue de la constitución del fondo. ¡Y vaya que si se encarga, con la colaboración de algunos galeristas y críticos amigos, que también cobran del presupuesto, lógicamente! De ahí la alegría que invade a todo el sector cada vez que se crea en una ciudad otro museo de arte contemporáneo.

Que el arte contemporáneo sea objeto de musealización es cuando menos tan discutible como que se considere arte a todo lo que se expone con ese nombre. Instalaciones hay por ahí que tienen más que ver con aquel retablo de las maravillas con el que el personaje de Cervantes tomaba el pelo al que se dejaba que con la creación artística. Pero no se trata ahora de discutir qué sea el arte contemporáneo, ni siquiera de si es posible musealizar unas creaciones que se están haciendo en este momento (¿es posible hacer historia del presente?), sino de considerar la contradicción, por no llamarla de otra manera, que supone emplear grandes presupuestos para financiar las fabulaciones y las ansias de grandeza de una ciudad o una autonomía, cuando no las de sus dirigentes. Porque son éstos los que se empeñan, en la mayoría de las ocasiones, en construir estos monumentos sin importarles su conveniencia ni las necesidades reales de la gente. Para eso están ellos donde están: para interpretarlas a su voluntad.

Lo peor de todo son las explicaciones con las que justifican luego el acierto de su decisión. Desde la capacidad de atracción turística del museo (cuando éste ha sido publicitado convenientemente para ello) hasta la cantidad de gente que pasa a ver sus instalaciones son razones que esgrimen habitualmente como garantías de aquél, ejemplificando de esa manera lo que para ellos significa el arte: una fuente de ingresos económicos, o de rentabilidad política, más que una visión del mundo. Cosa que es comprensible, por otra parte, a la vista de lo que se expone a veces.

Así pues, que la Terremoto de Alcorcón actúe en la inauguración anual de uno de esos museos no es ninguna aberración, como podrían pensar algunos. Al contrario, es la demostración de que en el arte contemporáneo todo es posible y de que lo que se trata, al fin, es de pasarlo bien. No es mala cosa, si no fuera que el que paga es el de siempre, ése que contabilizan en las entradas de los museos, como en las de los supermercados, poco da que vaya a verlos o simplemente a pasar la tarde porque hace frío.

Julio Llamazares es escritor.

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