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Columna
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Autopsia de la crisis

Joaquín Estefanía

Dos documentos recientemente aparecidos ayudan a practicar la autopsia de la Gran Recesión. El primero es el informe de la Comisión de Control del Congreso que ha investigado las causas de la crisis; el segundo, el texto titulado Actuación del FMI en la fase previa de la crisis económico financiera: la supervisión en 2004-2007, elaborado por la Unidad de Evaluación Independiente del organismo multilateral. Ambos estudios, de naturaleza muy diferente, plantean algunas conclusiones comunes: la cultura de la autorregulación y de la desregulación financiera, la innovación desmesurada y opaca, son en el eje central de las dificultades sufridas desde julio de 2007.

Las ideas que amamantaron las burbujas que luego estallaron (inmobiliaria, financiera, bursátil, de las materias primas, endeudamiento, etcétera) son las causantes primeras de la catástrofe, que "fue resultado de la acción e inacción humana, no de la madre naturaleza o de un modelo informático que se volvió loco". El neoliberalismo y el neoconservadurismo dominantes contribuyeron a la debacle con el desarrollo de teorías que o bien ignoraron los factores clave de la economía o, lo que es peor, los excluyeron por motivos ideológicos, para propiciar una agenda favorable a la desregulación permanente. Los ciudadanos no se dieron cuenta de la que se les venía encima porque se sentían respaldados por una teoría que les convencía de que estaban seguros.

Ello es muy explícito en la auditoría sobre el FMI, que habla de sesgos analíticos, presiones políticas, autocensura, fallos de análisis, que recomendaba que otros países siguieran las prácticas de innovación financiera de EE UU y el Reino Unido (el empaquetamiento de hipotecas de alto riesgo con otros productos, de modo que se diluía el riesgo de las entidades financieras, se sacaba de sus balances y se dificultaba la acción del supervisor y la información del inversor, incapacitado para comprender el funcionamiento de los sofisticados derivados financieros) y argumentaba que "los mercados han mostrado que pueden autocorregirse y que de hecho lo hacen", etcétera.

Hay otro factor que retrotrae a los peores momentos del pensamiento único: de los economistas del FMI se esperaba que confirmasen las ideas dominantes pues no eran penalizados aun en el caso de que fueran equivocadas, y al revés: expresar ideas críticas podía arruinar la carrera de los funcionarios. Dice algún empleado consultado que no se podía decir la verdad, cuando era crítica con las políticas económicas de los países más poderosos, debido a que los gobiernos de esos países "son nuestros dueños".

La cuestión central es si tres años después esta realidad ha cambiado; si el FMI de hoy es distinto con la presencia del dúo francés al frente (el director gerente, Dominique Strauss-Kahn, y el economista jefe Olivier Blanchard), o cuando se haga la auditoría de este tiempo se reproducirán idénticas críticas. Y si las autoridades políticas han entendido que la autorregulación del sistema financiero es un mantra que lleva al abuso y la falta de transparencia. En la reciente reunión de Davos, los banqueros volvían a exigir, sin complejos, que se les dejara hacer. Sin interferencias públicas.

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