_
_
_
_
_
LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Aznar va ganando

Josep Ramoneda

En su confrontación dialéctica con la vicepresidenta de todos los embrollos del Alakrana, Soraya Sáenz de Santamaría afirmó que el PP habría usado la fuerza para liberar a los secuestrados y nunca hubiese pagado rescate. La portavoz del PP se situaba de esta manera en perfecta coherencia con la línea de intransigencia y de pocos escrúpulos en el recurso a las armas que Aznar impuso como doctrina en la época dorada del PP. El espíritu de Marte, para decirlo al modo de Robert Kagan, que Aznar inculcó a su partido, al asumir incondicionalmente los presupuestos de la revolución neoconservadora, cayó sobre el hemiciclo cuando Sáenz de Santamaría acusó al Gobierno socialista de tener "prejuicios" que les impedían hacer el uso debido de la violencia. Obviamente, la dirigente popular no se planteó los riesgos que los secuestrados hubiesen corrido en caso de asalto armado. Son los inevitables efectos colaterales.

El debate parlamentario sobre el Alakrana ha coincidido en el tiempo con la polémica en torno a la constitucionalidad del Estatuto de Cataluña. Esta casualidad, que la incapacidad del Tribunal para salir del atolladero ha hecho posible, es interesante porque confirma el peso del aznarismo en el PP. Tanto la idea de poner coto al Estado de las autonomías, con una reconducción de las competencias, como la convicción de que la fortaleza de un Estado se demuestra con las armas (que tuvo su versión trágica en Irak y su versión cómica en Perejil) forman parte sustancial del cuerpo doctrinal que Aznar legó al PP. Dos pilares ideológicos que tienen mucho que ver el uno con el otro.

Lo que está en juego en el Constitucional es lo que Aznar llamaría la segunda transición: cerrar el Estado autonómico de una vez para siempre, poner límites infranqueables a las comunidades y especialmente a Cataluña. Éste y no otro era el objetivo del recurso presentado por el PP contra el Estatuto que está en el origen del problema: una vez más, el PP quiso ganar en los Tribunales lo que perdió en los Parlamentos y en las urnas, cargando sobre los jueces una tarea política que no les corresponde. El Constitucional ni puede ser nunca una cuarta cámara legislativa, ni puede servir para resolver los conflictos políticos que gobiernos y oposiciones no han sido capaces de pactar. El silencio de Rajoy es elocuente: sabe que retirar el recurso sería romper con la doctrina Aznar y enajenarse definitivamente a buena parte del coro ideológico de la derecha y al núcleo duro de su electorado, al mismo tiempo, desearía que este cáliz pasara rápido y discretamente para no perder su expectativa de alianza con CiU, después de las elecciones catalanas.

En principio, es raro e inusual que se debata sobre una sentencia que todavía no se ha pronunciado. Algunos hablan de intolerables presiones sobre el Tribunal. Por lo visto, pedir prudencia en la redacción de la sentencia es una presión inadmisible y exigir que se recorte el Estatuto sin contemplaciones, no lo es. En este país, todo depende del lugar desde el que se mira. ¿Por qué este choque previo entre un tribunal tortuga y unos dirigentes políticos y sociales catalanes cansados de esperar? Porque al Tribunal le ha tocado indebidamente optar entre el cierre del Estado de las autonomías y el respeto del espíritu integrador de la Constitución, con sus pactos políticos básicos. Si sale una sentencia negativa, la doctrina Aznar habrá ganado la batalla y la España plural, que un día Zapatero presentó como una opción estratégica y que pronto se vio que sólo era un eslogan, habrá quedado hecha añicos. El soberanismo y el independentismo recibirán en Cataluña una importante dosis de legitimidad. Y se abrirá una nueva etapa entre Cataluña y España, con menos pacto y más confrontación, porque la sensación de engaño será enorme.

Sin embargo, dice el presidente del Gobierno que no pasará nada. La fantasía de todo gobernante español de que CiU vuelva a controlar el gallinero catalán al tiempo que garantice la gobernabilidad de España es anticuada. Artur Mas no podrá hacer, como Pujol, de icono de la patria que con su sola presencia tapaba los incumplimientos y las renuncias. Ante las nuevas generaciones nacionalistas, que no vivieron la transición, la gesticulación ya no basta. Y la presión soberanista será permanente. No sé si tanto el presidente del Gobierno como el propio Tribunal son conscientes de que una sentencia negativa conduce a una dimensión desconocida en relación con Cataluña: la +ruptura total de la confianza con la que se tejió la transición.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_