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Tribuna:
Tribuna
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Los demonios de la destrucción

¿Y si todo eso que una parte del mundo pensaba de Yugoslavia, y que muchos yugoslavos pensaban de ellos mismos, no fuera más que un mito? Eso del pueblo que con más audacia resistió al fascismo, del primer país de Europa del Este que se enfrentó a Stalin, de la sociedad que escogió una vía hacia el socialismo diferente a la de los estalinistas, de la autogestión y autodeterminación yugoslava, de que fue uno de los pocos Estados multinacionales que resolvió el problema de la coexistencia de sus componentes, del movimiento de no-alineación al que se unieron tantas naciones del Tercer Mundo. ¿Había en todo eso algo de realidad? ¿Todos esos hombres de Estado, más de 50, que vinieron en 1980 a inclinarse ante del catafalco del hombre que encarnaba a sus ojos esta realidad fueron engañados por un mito?Tales preguntas surgen por sí mismas y también se las plantean los amigos de Yugoslavia (los hay, a pesar de todo). Nosotros mismos nos preguntamos qué nos ha pasado. Las respuestas que de ordinario se nos dan, las interpretaciones que encontramos en la prensa extranjera son la mayoría de las veces superficiales o demasiado generales. En lo que a los habitantes de Yugoslavia se refiere, dan respuestas contradictorias a las preguntas que les hacemos, según la nacionalidad a la que pertenezcan. Y lo mismo hacen los medios de comunicación de Yugoslavia. Es lo natural, se dice, en tiempos de guerra.

Hay en Europa espacios en los cuales la geografía y la historia se desafían una a otra. Éste es el caso de los Balcanes. Se repite banalmente que fue allí donde se concebió Europa y constituyó nuestra civilización, y al hacerlo se olvida que el Mediterráneo se fractura en la península balcánica. Esta falla divide justo a Yugoslavia: encrucijada entre Oriente y Occidente, frontera entre el imperio oriental y el occidental, terreno de cisma cristiano, línea divisoria entre la catolicidad latina y la ortodoxia bizantina, entre la cristiandad y el islam. Primer país del Tercer Mundo en Europa o primer país europeo del Tercer Mundo -es dificil saber si Yugoslavia es lo uno o lo otro-. Casi todo lo que pasa hoy día deriva de esas contradicciones. En la dedicatoria de uno de sus libros, Ivo Andric, premio Nobel de literatura, tomó una singular cita de Leonardo: "De Oriente a Occidente, cada punto es una línea divisoria". Miroslav Krleza ha visto en la presencia de eslavos del Sur en los Balcanes, justo después de nuestro conflicto de 1948 con la URSS, un "tercer componente" entre el Este y el Oeste, Roma y Bizancio, en el pasado y en el presente: sin embargo, este componente se ha revelado menos homogéneo de lo que ese gran escritor de Croacia y de Europa central, amigo de Tito, deseaba.

Mientras tanto, la situación se ha vuelto más compleja todavía con el surgimiento de repente, brutalmente enfrentados unos a otros, de los hechos étnicos y religiosos, nacionales y estatales, antiguos y actuales: vestigios de imperios supranacionales, Habsburgo y otomano, de nuevos Estados tallados a merced de acuerdos internacionales y programas nacionales, herencia de dos guerras mundiales y de la guerra fría, ideas de nación del siglo XIX e ideologías del socialismo real del siglo XX, direcciones tangentes y transversales Este-Oeste y Norte-Sur, vicisitudes de las relaciones entre la Europa del Este y la del Oeste, de los países desarrollados y de los que están en vías de desarrollo, entre un capitalismo que se ha sobrepasado y un comunismo que se ha venido abajo por sí mismo.

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Los criterios bipolares, maniqueos por esencia, han cedido lugar a un policentrismo todavía poco efectivo: fin de la Europa de las naciones y comienzo de una comunidad europea multinacional o supranacional, deseo que tiene esta última de jugar un nuevo papel, de demostrar que es capaz de decidir a su vez, controlando, aunque sea solamente el espacio europeo.

Una vez más Yugoslavia aparece como un campo de experimentos desgarradores, un polígono de maniobras. Sus propias contradicciones, multiplicadas por los antagonismos evocados anteriormente, llegan a su punto culminante. La entropía ha sobrepasado todo lo que era posible prever. El espíritu negativo ha triunfado sobre la razón positiva. La voluntad de unidad ha sido rechazada por exigencias de diferencia. La idea comunitaria ha cedido lugar a las tendencias particularistas. Allí donde las fallas internas parecían colmadas y las llagas cicatrizadas, reaparecen fisuras y heridas. Las desproporciones en el desarrollo económico y cultural han dado cuenta de los imperativos de la política común y de un partido único. La influencia de las dos iglesias cristianas (así como del islam en algunas partes del país) ha triunfado sobre la hegemonía ideológica.

Es ahí, sobre todo, donde se han manifestado la profundidad y la influencia del cisma, esa fractura tan antigua de la cuenca mediterránea, que normalmente la mirada superficial ignora. Asociado a los nacionalismos, incluidos en su historia, el cisma ha sido y es una de las mayores incitaciones a los conflictos. En el curso de la última guerra, éstos han producido Dios sabe cuántos millones de víctimas, seguramente no menos de un millón, ortodoxos y católicos, hijos e hijas de la Iglesia oriental u occidental. El recuerdo de las víctimas permanece en la memoria más profunda y perdurablemente de lo que se podría suponer. Sin él, sin esos fantasmas que de él emanan, la guerra actual, civil y religiosa, no habría alcanzado, sin duda, tales cotas. Los exorcismos han fracasado aquí y allí: los demonios se han puesto manos a la obra.

Sería, sin embargo, demasiado simple reducir a la memoria todo lo que ocurre. En Europa central y Europa del Este, la memoria de la laicidad es limitada. Quizá lo sea todavía más en los Balcanes. La relación nación-Estado, decisiva en más de un país europeo, ha revestido aspectos particulares en los eslavos del Sur: los croatas perdieron su propio Estado en la Edad Media y entraron, en 1918, en el Estado común yugoslavo; los serbios, al precio de inmensos esfuerzos, fundaron en el siglo XIX su Estado nacional. Estas diferencias no dejan de marcar la conciencia histórica de los unos y de los otros. Hegel lo hizo notar brutalmente en su Filosofía de la historia: "En la historia mundial sólo se puede tener en cuenta a los pueblos que poseen un Estado". La "decadencia del Estado", anunciada por el marxismo, se ha revelado utópica. Tener su propio Estado -para salir así del anonimato de la historia- es una aspiración que hoy se manifiesta en diversas partes del mundo, del Adriático al Báltico, en Europa así como en Asia y África.

El pequeño Estado serbio ha visto nacer en el siglo pasado, junto a la idea nacional, una ideología del Estado con la tendencia a la expansión que le es inherente. Croacia y Eslovenia, así como Bosnia-Herzegovina y Macedonia, estaban integradas en unos Estados extranjeros, parientes pobres del Imperio Austro-húngaro, mserable raya en

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Pedrag Matvejevic es escritor, profesor de la Universidad de Zagreb y de la de París, y autor de Breviario mediterráneo (Anagrama, Barcelona, 1991) Traducción: María Teresa Vallejo.

Los demonios de la destrucción

Viene de la página anteriorel Imperio Otomano. Los croatas han insistido siempre en su "derecho al Estado", muy antiguo, pero históricamente discontinuo: la idea nacional del movimiento ilirio, en el siglo XIX, era a la vez croata y yugoslava.

La asamblea de Croacia optó por el Estado de los croatas, serbios y eslovenos ya antes del Tratado de Versalles, que favorecía a Serbia, aliada de Francia en la guerra mundial. La dualidad de la idea croata-yugoslava ha sido, en ciertas épocas de la historia moderna, extremadamente conflictiva: el nacionalismo croata veía la solución en el rechazo total de la yugoslavidad. El nacionalismo serbio se esforzó más de una vez en hacer pasar su idea de nación y de Estado por una ideología yugoslava. Durante mucho tiempo los eslovenos se adaptaron a esta situación, apoyando la mayoría de las veces a los serbios, no acercándose a los croatas hasta hace muy poco tiempo. Los macedonios, los montenegrinos, los musulmanes de Bosnia y las minorías nacionales quedaron marginados.

Con este fardo entramos en la Il Guerra Mundial: las atroces matanzas del pueblo ortodoxo serbio por los ustachi; los arreglos de cuentas, menos numerosos pero igualmente sangrientos, de los chetniks con los croatas católicos, y particularmente con los musulmanes, pesan mucho en los conflictos actuales, nacionales y religiosos, étnicos y estatales: las ideologías ustacha y chetnik, sus símbolos y su discurso, vuelven a aparecer en escena. La prensa serbia rehabilita, casi sin reservas, al general chetnik Draza Mijailovic; el Teatro Nacional croata inscribe en su repertorio a Mile Budak, ministro del Gobierno ustacha de Pavelic.

Muchos fuimos los que, tras la liberación, creímos que estos enfrentamientos se habían acabado para siempre, pero nos equivocamos. La autoridad de Tito, y también el autoritarismo del que eficazmente se sirvió mantuvo durante mucho tiempo el equilibrio y la ilusión, neutralizando los incidentes y las crisis. Al principio de los años setenta aparecieron reivindicaciones nacionales en Eslovenia y, más marcadamente aún, en Croacia. El arreglo de cuentas que le siguió revela lo insuficiente y obsoleto de la cultura del titismo: restos del bolchevismo araigados. Bajo el carisma de Josip Broz, héroe envejecido, los nuevos políticos, demócratas y liberales, no tenían ninguna oportunidad. La culpa no incumbe solamente a Tito, sino también a la necesidad de una figura unificadora que este carisma personificaba: nuestro temor de ver repetirse el pasado, de revivir la historia.

Tito fue finalmente reemplazado por nuevos líderes nacionales, más débiles que él, menos capaces. Las culturas nacionales tradicionales, con sus con ponentes ideológicos apropiados y el apoyo de las religiones (siempre dispuestas a transformarse en clericalismo), han permitido, por un lado, una consolidación positiva de la identidad, destruyendo, por otro lado, los proyectos comunes, tanto culturales como políticos: se alegó el peligro que representaba el unitarismo para justificar esta empresa, despreciando totalmente los perjucios del provincialismo.

Tras la muerte de Tito sobrevino la crisis de Kosovo. La política ultraserbia de Milosevic inventó, para reforzar su posición "el acontecimiento del pueblo": erupciones de populismo enardecidas por la ideología tanto nacional como estatal. Lo cual ha hecho imposible todo acercamiento racional a la verdadera tragedia de Kosovo, intolerable tanto para los serbios como para los albaneses en esta provincia perdida y que envenenó las relaciones en todo el país, estremeciendo las instituciones federales, haciendo entrar en escena al Ejército, introduciendo el estado de excepción. Esta situación ha contribuido igualmente a la victoria de la comunidad democrática croata tras las elecciones libres en Croacia. Esta victoria, a la que ayudaron los considerables medios reunidos en los círculos de la emigración, la mayor parte tradicionalistas o de derechas, fue acompañada de un discurso nacionalista y triunfalista, al que el nuevo presidente, Franjo Tujman, ha dado, a menudo, el tono. Desde el principio de los cambios democráticos, éste sembró el terror entre los serbios de Croacia. Su traumatizada memoria (en tales circunstancias, la política tiene raramente en cuenta a la antropología), reavivada por el envalentonamiento de los medios nacionalistas de Serbia, ha conducido paso a paso -y numerosos han sido los pasos en falso- hacia el estado de guerra. Los cuadros conservadores del Ejército, poco ideologizados, la mayor parte de origen serbio, también aquellos que, ingenuamente persuadidos de que defendían la Yugoslavia de Tito, sostienen de hecho la paranoia que amplía Serbia hasta los Iugares donde viven los serbios", son el origen de alternativas que hace un año parecían inimaginables.

Así se hunden los últimos bastiones de una confianza recíproca, y la idea misma de Yugoslavia. La historia dirá si este proceso es irreversible. Esta guerra traumatiza profundamente la vulnerabilidad de la nación croata y provoca una enorme inquietud en toda Yugoslavia. Con su acción agresiva, intensa, el Ejército federal está a punto de destruir, puede que para siempre, la posibilidad de una federación yugoslava o de una confederación yugoslava.

La alternativa guerra o paz rechaza o aniquila las otras alternativas: dictadura o democracia, terror o libertad, totalitarismo o Estado de derecho. De manera análoga, las categorías morales se sustituyen unas a otras o se ven falsificadas: bien o mal, razón o demencia, idealización de sí mismo y demonización, inocencia propia y culpabilidad del otro para la guerra y para la paz.

Este país se merece mejor suerte de la que hoy le ha tocado vivir: la balcanización de los Balcanes que esta vez se inflige a sí misma.

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