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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

También Bahréin

La revuelta en el minúsculo país árabe del Golfo tiene decisivas implicaciones globales

El desafío al viejo orden despótico se extiende imparable por los países árabes, después de derribar los regímenes de Túnez y Egipto. Pero en pocos sitios de los muchos candidatos potenciales entre el Mediterráneo y el Índico tiene la revuelta tantas implicaciones geopolíticas como en el minúsculo Bahréin, el país más pequeño del golfo Pérsico, de escasa relevancia petrolera y donde poco más de un millón de personas, de rotunda mayoría chií, llevan 40 años -desde la independencia británica- sometidas a una corrupta dictadura familiar de credo suní.

La protesta, en su cuarto día, dejó ayer tres muertos y centenares de heridos a manos de la policía en Manama, la capital, donde el Gobierno de la dinastía Al Jhalifa ha sacado los blindados del Ejército para aplastar una rebelión que también aquí, además de con la discriminación sectaria, tiene que ver con la opresión y la falta de libertad. Bahréin es el más vulnerable de los Estados árabes, en una zona donde el petróleo tapa el yugo político. Y su estabilidad resulta preciosa tanto para Estados Unidos, crecientemente alarmado, como para el vecino peso pesado saudí, el mayor productor mundial de crudo, solo a unos pocos kilómetros, y donde también los chiíes, minoría aquí, son ciudadanos de segunda.

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Bahréin no solo es un centro financiero regional y Estado vasallo de la monarquía feudal saudí, que apoya a ultranza política y económicamente a los Al Jhalifa. Es también la base de la V Flota de EE UU, el ariete naval con que Washington contrarresta la influencia de Irán, la potencia chií, y protege las instalaciones petrolíferas saudíes y las rutas de las que depende la exportación del crudo. Pocos escenarios revisten para Washington y Riad tal carácter de pesadilla como el eventual ascenso en Bahréin del poder político chií. Un triunfo que la monolítica monarquía saudí no contemplaría de brazos cruzados. Riad, que ha perdido en Hosni Mubarak a un aliado regional clave, no está en condiciones de permitir que la revuelta en su minúsculo y vecino Estado cliente empuje a las calles a su propia y sometida minoría.

Barack Obama, tras Túnez y Egipto, se enfrenta en Bahréin a otra envenenada alternativa en el mundo árabe. O protege a ultranza los enormes intereses estadounidenses en la región, apoyando a regímenes despóticos, multiplicando exponencialmente el odio popular a la superpotencia y a riesgo de otorgar a Teherán cada vez mayor protagonismo; o, por el contrario, deja que los acontecimientos sigan su curso y acepta que el cambio, gradual o no, es imparable. La segunda opción, la única decente, implica admitir el fracaso de una miope y lucrativa política imperial, tanto estadounidense como europea, que durante décadas ha considerado inmutable y petrificada una zona del planeta, a cuyos pasivos habitantes -ahora en sorprendente efervescencia por su dignidad- se les suponía una querencia genética por las tiranías.

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