_
_
_
_
_
Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Brasil y Argentina: destinos cruzados

La designación olímpica de Río de Janeiro pone fin al estigma vivido durante décadas por los brasileños, su consideración de eterno país del futuro. Con Lula ese futuro ya es presente. ¿Cómo lo ha conseguido?

El impacto mundial producido por la designación de Río de Janeiro como sede olímpica para 2016 ha ido mucho más allá de lo deportivo. Era previsible tras la reunión del Comité Olímpico Internacional en Copenhague, un evento que concitó la presencia de las máximas autoridades de tres países tan importantes como Estados Unidos, España y Brasil. Son múltiples las lecturas que puedan hacerse de la ceremonia de Copenhague, seguida con atención por millones de telespectadores de todo el globo. En general, esas lecturas coinciden en el significado central de la designación: fue la consagración del Brasil como el gran país emergente en el mundo. El futuro olímpico sella un ascenso imparable del país descubierto por el navegante portugués Cabral. Para un observador que sólo registre la actualidad, la cosa parece obvia, pues ¿qué otro país sudamericano podría aspirar a tal promoción sino Brasil, tanto por su superficie, como por su riqueza y su proyección futura? Sin embargo, la respuesta no es tan obvia: hubo hasta no hace mucho otro país de la región que se sentía llamado a cumplir ese papel: Argentina. ¿Por qué Brasil consiguió lo que Argentina desperdició?

El consenso es universal: el de Pelé es el país emergente en América Latina
¿Por qué Brasil ha terminado consiguiendo un papel al que también aspiró Argentina?
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Cuando en 1910 Argentina festejó por todo lo alto el primer centenario de su independencia, era la octava potencia del mundo. Todos los mandatarios y celebridades que entonces la visitaron -desde la Infanta Isabel de Borbón hasta el estadista francés Jean Jaurés- le auguraban un futuro protagónico. Por entonces, Brasil era un inmenso país agrario del cual se alababa la belleza increíble de muchos de sus parajes, pero cuyas limitaciones parecían barreras infranqueables para un avance sustancial. Por ejemplo, el hecho de que buena parte de sus habitantes vivieran en el atraso o la miseria.

En 1942, el escritor austríaco Stefan Zweig se refugió en Brasil huyendo de la persecución antisemita del Tercer Reich. No pudo superar la depresión que le causaba lo que creía un avance indetenible de Hitler. Antes de envenenarse con cianuro en Petrópolis, maravillosa ciudad serrana vecina a Río de Janeiro, había terminado el manuscrito de su obra póstuma: un estudio histórico titulado Brasil, país del futuro. Escrito con gran afecto hacia la tierra que lo acogió aunque sin poder salvarlo, el libro de Zweig describe a Brasil como una tierra hecha sólo de porvenir. Ese enfoque prevaleció durante mucho tiempo. Que Brasil fuera un país conformado por puro futuro no dejaba de ser algo tranquilizador para el mundo. Pero para los brasileños era más bien una condena. Congelaba al país en una espera infinita.

Se trata de una profunda herida nacional. Y explica la reacción visceral de Lula, su llanto incontenible ante la consagración de Copenhague. La designación olímpica, más allá de la banalidad de un calendario deportivo, es vivida como la superación de un complejo que los brasileños padecían como estigma: la postergación perpetua de una excelencia que nadie, nunca, iba a vivir. En la ceremonia de Copenhague hubo más, mucho más que la celebración de una victoria deportiva. Hubo un exorcismo nacional.

En los años ochenta del siglo XX, Brasil y Argentina salieron de sendas dictaduras y emprendieron el camino de su reconstrucción civil. Brasil tuvo un tropiezo inicial: su primer presidente electo en comicios libres, el gobernador de Alagoas Fernando Collor de Mello, resultó un corrupto y debió ser exonerado, en juicio público, por mal desempeño. Así pues, el verdadero ciclo político brasileño que condujo a su actual situación arrancó en 1992 cuando fue electo el presidente Fernando Henrique Cardoso. Los dos períodos de Cardoso y los dos que culminará Lula da Silva en 2010, completarán un ciclo de 16 años. Es inexorable que un país razonablemente bien gobernado durante tres lustros, con una tasa de crecimiento variable según las circunstancias internacionales, pero que nunca se detuvo, pegue un salto sustancial en su desarrollo. Cuando se trata de un país con 200 millones de habitantes, el resultado es Brasil. En Argentina los seis años de la presidencia de Raúl Alfonsín derivaron en la década del Gobierno de Carlos Menem, que a su vez llevó a la decepción de Fernando de la Rúa.

Las constantes crisis económicas, con el alucinante fantasma de la inflación siempre vivo, se entrelazaron con la degradación de la representación política, diezmada por la corrupción estructural. En 2003 comenzaron a gobernar los Kirchner, primero Néstor, luego Cristina, cuyo mandato vencerá en el 2011.

Todos los indicios señalan que el sistema político argentino, a pesar de las décadas que lleva ya en funcionamiento, aún es frágil, alimentado como está, últimamente, por la avidez de la sucesión conyugal, disfrazada de alternancia. Ésta es la diferencia crucial entre el presente de Brasil y el de Argentina: mientras que en Brasil, como en Chile o en Uruguay, el sistema no corre riesgo si cambia el signo político del poder, en Argentina esa mera posibilidad enciende la luz roja. La oposición argentina debe esforzarse para convencer a la sociedad de que la alternancia es viable. A su vez, el oficialismo kirchnerista emite signos amenazantes y descalifica el cambio calificándolo de golpismo. En cambio, Lula se apresta a llevar a su país, ahora respaldado por su futuro olímpico, a una transición suave: quizás hacia un delfín (o delfina) o quizás hacia un opositor. Es a partir de ese sólido fundamento que el país puede abrirse a un promisorio mañana.

En cuanto se conoció la designación de Río de Janeiro como sede olímpica, la prensa argentina señaló las diferencias que hoy separan a ambas naciones en el plano organizativo-deportivo. Brasil programó y llevó a cabo los juegos Odesur en 2002 y los Panamericanos en 2007. Ambos eventos fueron impecables. Mientras tanto, el deporte en Argentina yace poco menos que en un marasmo. Su tambaleante tinglado deportivo ha perdido incluso su asiento en el COI.

Pero, más allá del deporte, la confiabilidad de uno y otro país se ha bifurcado. El autoritarismo y la intemperancia de los Kirchner los lleva a agredir a las clases medias urbanas, que en las elecciones de junio del 2009 mostraron su disgusto. La última hazaña del matrimonio gobernante es un proyecto de regulación del espacio audiovisual que molesta a las élites intelectuales, siempre celosas de la libertad de expresión. Los Kirchner acosan a los productores agrarios con políticas impositivas que, en lugar de fomentar, o al menos respetar, las ganancias de éstos, las reducen. Exactamente lo contrario a lo que hace Brasil.

La política exterior argentina es errática aunque tiende a un chavismo satelital. Argentina ni siquiera parece haber leído correctamente el nuevo alineamiento regional y se arriesga a arruinar hasta su propia inserción en el Mercosur, o como se llame en adelante el espacio político-económico del Cono Austral. La inexplicable ruptura de los Kirchner con el presidente uruguayo Tabaré Vázquez emponzoña a la política exterior argentina en el área y le complica el desempeño del papel que mejor le cuadra hoy por hoy a Argentina: el de socio menor, pero irreemplazable, del Brasil. Argentina podría complementar a su vecino poderoso, con sus aportes genuinos, aún muy apreciados en la América Latina, y también, por cierto, en el propio Brasil. Argentina cuenta con unas extensas clases medias urbanas de alta calificación y con una ciudad como Buenos Aires, peligrosamente amenazada por los males de la concentración urbana (en esa región metropolitana vive el 33% de la población argentina) pero aún insustituible como Atenas de Sudamérica.

Es absurdo reducir un análisis político o económico-social al valor simbólico de los iconos deportivos, pero ese reduccionismo parece ofuscar por momentos a ciertos gobernantes: así, el Gobierno argentino se identificaría con Maradona, el antiguo ídolo convertido en un obeso, que encima no parece muy apto en su devenir profesional, ahora como entrenador, mientras que el brasileño se asocia con Pelé, el ídolo bueno, el hombre elegante y maduro, hoy empresario de éxito para quien no pasa el tiempo.

Álvaro Abós es escritor argentino.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_