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Bush y el asesinato del zar

Monika Zgustova

Hace unos meses, la prensa norteamericana dio la noticia de que George W. Bush se había llevado de vacaciones tres libros, uno de los cuales estaba aún en pruebas. El presidente estadounidense sentía tanta urgencia por leer ese texto que ni siquiera esperó su publicación en forma de libro y se llevó las pruebas de imprenta para leerlas cuanto antes. ¿Cuál era ese texto y por qué despertaba un interés tan agudo en el presidente de los Estados Unidos? El libro en cuestión, recién publicado, es Alejandro II, el último gran zar, del historiador y dramaturgo ruso Edvard Radzinsky. En el libro aprendemos que Alejandro II fue el zar más reformista desde los tiempos de Pedro el Grande: liberó a los siervos de la gleba, modernizó la educación, promovió las ciencias y se dispuso a apadrinar la primera Constitución de la historia de Rusia. Su reinado coincidió, además, con el llamado "renacimiento ruso", época de Dostoievski, Turguenev y Tolstoi. Y sin embargo, en su tiempo surgió el terrorismo moderno. Sin duda ése era el tema principal que interesó a Bush: Alejandro II fue el primer gobernante mundial que se vio obligado a declarar la guerra al terror.

El 1 de marzo de 1881, a las dos y cuarto de la tarde, tras haber tomado el té en casa de su primo, el zar Alejandro II, de buena apariencia a sus 63 años, montó en su carruaje de regreso a casa. La nieve cubría las calles de San Petersburgo y los caballos del emperador trotaban alegremente. Puesto que también ese día la policía secreta había avisado de que podía producirse un atentado contra el zar, el carruaje imperial evitó los grandes bulevares -donde con más probabilidad podían actuar los terroristas- y enfiló el Canal de Catalina. Ese domingo nadie paseaba por el canal, barrido por el helado viento del invierno ruso, excepto un joven con una caja de bombones, quien se echó a correr, desbocado y nervioso, hacia el carruaje imperial. Extrañamente, la policía hizo caso omiso del joven. Al encontrarse ante el carruaje, arrojó su caja bajo las pezuñas de los caballos. El eco de una poderosa explosión resonó por todo San Petersburgo. En medio de la sangre, de los cuerpos sin vida, de los gritos humanos y las quejas de los caballos moribundos, el zar salió ileso del carruaje: en su confusión, el joven había arrojado un fragmento de segundo demasiado tarde la bomba oculta en la caja de bombones. El zar contempló su entorno escuchando distraídamente los alarmados avisos de los pocos guardias que quedaron indemnes tras el atentado, quienes le aconsejaban que se alejara deprisa de aquel lugar. Sin embargo, el zar desoyó sus advertencias. Como hechizado se dirigió hacia su asesino, que yacía herido en la calle, y habló con él. Mientras tanto, otro terrorista se precipitó hacia el dantesco escenario y acabó lo que su colega había errado. Este atentado era el séptimo que se cometía contra la vida de Alejandro II.

¿Por qué precisamente el zar que introdujo en la vida rusa tantas reformas que beneficiaron al pueblo se convirtió en la diana de los terroristas? El concepto de glásnost, transparencia, con el que se familiarizó el mundo entero durante la era de Mijaíl Gorbachov, se había introducido en Rusia en la época de Alejandro II. Sus reformas -la liberación de 23 millones de siervos, la reforma del sistema de jurisprudencia y del ejército, el acercamiento al liberalismo occidental- tenían rasgos similares a los de la perestroika, que Gorbachov introdujo tras 60 años de zares totalitarios encabezados por Stalin, con un resultado: el descontento general en Rusia. Según Radzinsky, tanto Alejandro II como Gorbachov no supieron entender una verdad esencial: introducir reformas en Rusia es peligroso.

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Alejandro II, el más grande de todos los zares, el emperador que más cerca estuvo de implantar un régimen democrático, tuvo que admitir otra amarga verdad: su Rusia, una Rusia reformada y europeizada, se convirtió en la cuna de los jóvenes radicales, de los nihilistas hijos de la perestroika y la glásnost, de los terroristas cuya sangrienta dimensión fue masiva y por tanto incomparable con cualquier intento parecido en la Europa de entonces. Las bombas de los terroristas estallaron a lolargo y ancho de Rusia. Guardias imperiales y oficiales zaristas morían a docenas víctimas del terrorismo. Alejandro II sobrevivió a seis atentados. Ese terrorismo naciente dinamitó varios trenes llenos de pasajeros, en los que debía viajar la familia imperial, y hasta hizo estallar la parte central del Palacio de Invierno. Durante años el zar veía en su entorno, incluso en su propia casa, muertos y heridos bañados en sangre. Por primera vez el destino de Rusia no se decidía únicamente en las suntuosas salas de los palacios imperiales, sino también en las miserables buhardillas de los terroristas.

¿Quiénes eran esos terroristas, y de dónde surgieron? Provenían de las clases acomodadas, como los principales impulsores de la Revolución Francesa, como los cabecillas del 11-S, estudiantes universitarios, gente "con futuro". En su época de estudiantes en el Occidente europeo la mayoría de ellos no dejaron de visitar a Karl Marx en su rica casa en el centro de Londres. Fue allí donde recibieron sus primeras lecciones sobre la necesidad de cambiar el mundo: "La violencia es la comadrona de la Historia", los adoctrinó Marx. En casa del filósofo alemán esos estudiantes rusos se encontraron con su compatriota Bakunin que desplegaba ante Marx y sus discípulos su visión del apocalipsis que se avecinaba: "Poner en marcha la fuerza destructiva es el único objetivo digno de un hombre racional", explicaba Bakunin a sus oyentes. En Ginebra los estudiantes rusos visitaron a otro revolucionario. "Nuestra tarea es la destrucción, terrible, total, universal e implacable", no se cansaba de proclamar Nechayev, el padre del terrorismo ruso, al que Dostoievski retrató en su novela Los demonios. "El revolucionario", afirmaba Nechayev, "es un hombre predestinado a la perdición. No tiene intereses, ni trabajo, ni sentimientos, ni relaciones, ni propiedades, ni siquiera un nombre. Una única y exclusiva idea, un interés único, una única pasión lo consume todo: la revolución. Puñal, veneno, dogal: la Revolución lo sacraliza todo". Al preguntarle contra quién dirigiría su idea de regicidio contestó que contra todos los miembros de la familia del zar. Más tarde, Lenin se mostró partidario de esta idea de Nechayev y, como sabemos, la puso en marcha con éxito.

Sin duda el presidente de los Estados Unidos se interesó con tanta urgencia por el tratado sobre el zar porque el nihilismo radical ruso bajo el reinado de Alejandro II representó un antecedente del terrorismo tal como lo conocemos en nuestra contemporaneidad. La retórica revolucionaria, surgida del terrorismo ruso inspirado por Marx, Bakunin y Nechayev, esa retórica elevada al nivel del bien absoluto ante el que cualquier consideración moral no puede sino agacharse, se proclamó a gritos a lo largo del siglo XX europeo.

Uno no puede dejar de lamentarse de que Bush en su lectura se haya concentrado únicamente en la lucha antiterrorista del zar y que no se haya fijado más en su aspecto de reformista, pacifista y modernizador. Precisamente en esos aspectos la presidencia de Bush ha hecho un daño a veces irreparable: se entró en un absurdo y cruel conflicto bélico que no ha aportado beneficio a nadie; las ciencias quedaron estancadas por la prohibición de utilizar las células madre y por la restrictiva política de visados a científicos extranjeros; la educación quedó paralizada por el riguroso control, reminiscente de las autocracias, de las personas que trabajan en ella y de los materiales utilizados; con el pretexto de la lucha contra el terrorismo se recortaron muchas libertades ciudadanas. 125 años después de su muerte, a Alejandro II se le estudia y se le recuerda como un gran gobernante. ¿Hay alguien en este mundo que crea que a Bush le ocurrirá lo mismo? Hay gobernantes que sólo merecen el olvido.

Monika Zgustova es escritora; su última novela es La mujer silenciosa (Acantilado)

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