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Carta a Spinoza

Fernando Savater

Mi muy querido Baruch: De todo lo que sé acerca de tu vida admirable -admirable por su luminosa limpidez sin estrépito, por su coraje racional, por su brevedad fecunda, por su honradez- hay una anécdota que me emociona particularmente. Son sólo unas pocas palabras tuyas, que no están en tus obras publicadas, ni en las póstumas, ni en tu correspondencia, y que nos llegan conservadas por el testimonio de una boca innoble. El 9 de agosto de 1669, el capitán Miguel Pérez de Maltranilla, recién vuelto de los Países Bajos, hizo una declaración ante el tribunal de la Inquisición de Madrid contra el doctor Juan de Prado y sus discípulos, a quienes había conocido durante su estancia en Amsterdam. Atestiguó que dicho doctor negaba la inmortalidad del alma y nos asemejaba a las bestias. Entre sus secuaces se hallaba "un mozo de buen cuerpo, delgado, cabello largo negro, poco bigote del mismo color, de buen rostro, de treinta y tres años de edad, llamado Spinosa". A este joven no le atribuye el delator Maltranilla ninguna proposición herética, sino que admite "no saber otra cosa más que haberle oído decir a él mismo que nunca había visto España y tenía deseo de verla".

Querías volver a Sefarad, hermano Baruch. La concatenación de los efectos y las causas que tejen la faz del mundo te lo impidieron y ciertamente fue mejor así. Sin duda resultaba preferible para ti entonces la Sefarad soñada y añorada que la real, en la que hubieras tenido un mal encuentro con tipejos como Maltranilla y los torvos inquisidores a los que servía. Ahora yo te escribo desde Sefarad a despecho de los siglos que nos separan, sub specie aeternitatis, como si fuera posible -y de un modo misterioso creo que lo es- que tú vuelvas por fin a Sefarad, que yo te acompañe y te muestre los lugares que aquí amo, que seamos definitivamente amigos.

Pero aunque representase un gran placer y un indudable honor tenerte como huésped hoy en Sefarad, yo creo que donde sin duda resultaría más útil tu presencia es precisamente en Israel. ¡Qué buen ciudadano judío tú en el Israel actual, Baruch Spinoza, qué necesaria imagen de la ciudadanía deseable sabrías proponer a tus compatriotas y proponernos a todos para el siglo XXI como lo hiciste ya en el XVII! Porque en un mundo de fanatismos exasperados y de supersticiones indignamente consagradas con el nombre de religiones, estoy seguro de que volverías a impartir tu imprescindible lección de cordura. Nos explicarías otra vez que la función del Estado es garantizar la libertad y el bienestar en esta vida de sus miembros, no obligarlos a la santidad en la forma caprichosa que determinan unos cuantos clérigos. Nos recordarías que cualquier comunidad humana tiene indudable derecho a buscar su seguridad, pero que nada consolida mejor la seguridad pública que conseguir la amistad de los vecinos o los rivales que pueden amenazarla. Quizá volvieses a decirnos, como en tu Tratado político, que "para hacer la guerra, basta tener la voluntad de hacerla. Sobre la paz, en cambio, nada puede decidirse sin el asentimiento de la voluntad de la otra sociedad. De donde se sigue que el derecho de guerra es propio de cada una de las sociedades, mientras que el derecho de paz no es propio de una sola sociedad, sino de dos al menos que, precisamente por eso, se llaman aliadas" (capítulo III, 13). Y que esa voluntad de paz del otro debe ser conseguida sin duda por medio de la firmeza racional, porque no vivimos como ángeles en un mundo demoniaco, pero también comprendiendo los intereses opuestos e intentando respetarlos en la medida en que tal respeto será el mejor modo de consolidar los propios.

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En este turbulento fin de siglo (malo, como todos: no hay siglos buenos...), la lección que podemos obtener de tus libros es la más urgente. Porque tú, Baruch, enseñaste que la única y verdadera religión es la que establece como dogma principal que estamos hechos para nuestros semejantes, no para la veneración de la Tierra o la gloria de los Cielos. Y que los humanos, estemos donde estemos, sea en nuestro país nativo o en la ciudad conquistada o en el exilio, siempre pisamos suelo extranjero: es decir, siempre tendremos que ser huéspedes los unos de los otros. Las grandes pautas de la ética han coincidido siempre con las leyes de la hospitalidad, y no hay auténtica impiedad más que en el propietario que hinca los talones en el polvo y deja a la intemperie al forastero -y, por tanto, hermano, semejante- que llama a su puerta. De esa condición esencialmente hospitalaria de la ética no supersticiosa puede saber más que nadie el pueblo judío, por los avatares de su destierro. Hasta tal punto que un escritor de mi siglo, Cioran, señalando que la radical extranjería es la que nos hace humanos, ha escrito que los judíos lo son doblemente: por hombres y por judíos. Pero lo cierto es que, judíos o no judíos, cuantos queramos ser ciudadanos del nuevo siglo y no bárbaros tendremos que recordar esta moral básica.

Querido Baruch, Sefarad ya no está en Sefarad. Quizá tristemente debamos asumir que la Sefarad que tú anhelabas conocer nunca fue la Sefarad histórica, la cual también incurrió en la barbarie y la exclusión. Pero la otra, la Sefarad en la que todos son extranjeros y por tanto semejantes, la Sefarad hospitalaria en la que nadie es apartado o perseguido, la Sefarad sin dogmas para excluir ni banderas para enfrentar, ésa también yo quisiera verla alguna vez. Ayúdame para que la busquemos juntos.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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