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Lo que sé de Casavella

Todavía estoy esperando a que Casavella me llame para decirme que todo es una broma, que esto no es serio. Sé que esperaré aún mucho tiempo, como esperaba a veces cuando discutíamos, o simplemente cuando había que esperar porque ni él ni su teléfono estaban operativos. No fui a Barcelona. Entierro, funeral, restos mortales. No he ido porque le espero. Que espere sentada, me parece oírle. Prefiero imaginarlo así, riéndose en La Marosa, la taberna del muelle de Burela desde donde llamó la última vez en medio de los gritos de los marineros, escondido en el refugio que para él suponía la tierra de su padre, los lugares donde pasaba los veranos de la infancia y la adolescencia: Mondoñedo, Valadouro, Foz... lugares donde discurre el comienzo de un libro, Lo que sé de los vampiros, tan irrepetible e insustituible en las letras españolas como su propio autor.

'Lo que sé de los vampiros' es un libro tan insustituible como su autor
Eras nuestra esperanza, alguien que creía en la literatura
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
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En aquella visita Casavella estaba dando los últimos toques de su novela. Y en esos lugares nos vimos la última vez, con su compañera María, tomando una tortilla en el Náutico cuando Lo que sé de los vampiros estaba empezando a cocinarse en su cabeza. Luego fuimos al Leyton a tomar un café. Estaba feliz, como siempre cuando escribía, o cuando paseaba por la tierra de su padre, que también era la suya, ¡y cómo lo es! Pasamos por delante del Pascasio, la sala de juegos donde de niños nos espiábamos él y yo sin saberlo, como se espían las pandillas de veraneantes y lugareños, Casavella con la suya, la de sus primos y las Palomas de melenas largas que te traían por la calle de la amargura y yo con la mía, la de focenses malencarados dispuestos a ganar todas las partidas de billar. Niños de 15 años que querían ser escritores, pero que de momento se bregaban comiendo pipas y jugando al pimpón. Con un destino trágico, amigo Francis, quién nos lo iba a decir entonces.

Luego nos conocimos en la Barcelona de verdad. Casavella llevaba en la cara la belleza de muchas horas de trabajo, de muchos años luchando por ser el mejor. El mejor entre los mejores, para eso ibas y eso eres, precioso, aunque eso atentara contra tantos mediocres que no iban a reconocértelo en vida. Pero qué te importaba a ti, aún éramos jóvenes, y sabíamos que la gloria no se gana en una hora, ni en dos. La paciencia que no tenías con otras cosas te sobraba con la escritura, paciencia y un camino tan largo como el de la sabiduría. Tomamos algunas cañas y fuimos a algunos premios, pero para mí siempre serás aquel chico alto y hermoso al que yo no conocía y que paseaba los veranos por las calles de Foz empujando la silla de ruedas de tu primo, del que no te despegabas nunca. Un Ulises bello, un atractivo, más silencioso e interesante que todo el griterío veraniego.

Desde que Casavella me dijo en Barcelona que él era él, aquel chico de los veranos de Foz, mantuvimos en secreto nuestra propia competición. Nos retába-

mos a ver quién recordaba más cosas de nuestros veranos luminosos.

Y sabía muchas cosas Casavella, cosas que guardaba con el celo del último resto de intimidad. Se acordaba de todas y cada una de las canciones del Pascasio, y de la huraña Elvira, como una parca vestida de negro vigilándonos desde la barra y contándonos el tiempo de la partida de pimpón, echándonos a escobazos cuando em-pezaban las peleas, o cuando alguien trucaba la vieja juke box.

Un lugar peligroso aquella sala de juegos. Muchos paquetes de pipas y los primeros cigarros. Miradas cruzadas de chicas y chicos que se gustaban y que podían pasarse la vida entera sin llegar a dirigirse nunca la palabra. Luego aquel chico que sólo miraba escribiría en tu nombre los libros más hermosos.

Hace muchos años que el Pascasio está cerrado. En la última visita de Casavella y María vimos desde los cristales las mesas de billar cubiertas con colchas floreadas, con las plantas que Elvira colocaba encima para que recibieran el sol. Lugar de encuentro, fuera de circuitos atestados de conocidos, el lugar donde todavía éramos los que éramos, dos niños que compartían sin saberlo una misma pasión.

Nos unía eso, la sala de juegos del Pascasio y la literatura, aunque quizás las dos cosas sean la misma. Hay quien juega y quien observa, quien se arriesga y quien sólo mira. Hay quien gasta hasta el último duro y quien va de gorra, porque también eso, querido Francis, tú lo sabes, es una grandísima habilidad. Y hay quien va a poner canciones y quien va a escucharlas sin que le cuesten nada. Incluso hay quien dice cómo se debe jugar.

¿Pero te acuerdas de cuando tronaba y se iba la luz? Elvira encendía la lámpara de tungsteno. A oscuras aquel lugar todavía era más bello, los cuerpos que se intuían, los besos que no se daban. Y la partida a medias, metiendo goles en el futbolín a ciegas. Ahí estás tú, chico largo, y aquí estoy yo, tu niña patética, y tus mensajes ahora en el contestador: "¿Dónde estás metida? ¿Vas a volar el planeta? Estoy en Foz. Llámame".

Te llamé, sí, pero ya te habías ido, acababas de coger un avión a ese lejano mundo de Barcelona donde eras otro, el otro Casavella. Y aquí nos dejas, tesoro, jugando a oscuras esperando a que vuelva la luz, rodeados de fantasmas en medio de anticuadas mesas de futbolín y plantas espantosas. Nos tenías acostumbrados a tus silencios, a la pena de no verte y a la alegría sin fondo de oírte de pronto y que volvieras a aparecer.

Por eso no nos extraña que te hayas ido así, sin avisar y sin despedirte, como un escobazo de la vieja Elvira. Nos tenías resignados, cielo. Sabíamos que tu sitio estaba en otra parte, tenías una tarea entre manos que te llevaba el alma, pero no nos abandonas, de ningún modo. Mal que te pese, de este juego tú no te puedes ir. De ningún modo te salvas, cariño. Tu recuerdo será largo y benéfico como tu obra. Es de las pocas cosas que sé. Jode que no te digan las cosas a tiempo, pero a nuestro modo nos lo decíamos. Tú lo sabías, que te necesitábamos y te queríamos. Me lo has oído mil veces, eras nuestra esperanza, alguien que creía en la literatura, que transmitía esa fe. En ti vive Valle, la estirpe vigorosa de los Montenegro de Mondoñedo, la sangre de tu padre, y late Cervantes, con la mística callada de la sangre de tu madre. Qué suerte hemos tenido de conocerte, querido Francis. Y qué larga va a ser la espera esta vez.

Luisa Castro es escritora.

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