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'Caso GAL' ¿Punto final...?

La espectacularidad con que se produjeron, desde sus comienzos, los episodios de la instrucción del caso GAL obligó a inevitables juicios de valor y conjeturas, causados, todos ellos, por los problemas jurídicos que el procedimiento suscitaba. Una de las consideraciones a que dieron lugar insistía en la exigencia de salvaguardar el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley -garantía de naturaleza fundamental-, en el caso de que la condición de aforado de quien a la sazón se perfilaba como destinatario principal de las imputaciones determinase su sujeción a la competencia jurisdiccional de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (ver 'Caso GAL' Instrucción y opinión pública, EL PSÍS, 4 de febrero de 1995).La insuficiencia informativa -debida entonces al secreto del sumario- sólo autorizaba a trabajar con hipótesis que, sin embargo, se entendió preciso exponer a título preventivo. Si, con la sola atribución a ese aforado de la participación en la supuesta trama de terrorismo de Estado, ya resultaban cargos contra el mismo, el instructor debía -conforme a la legalidad en vigor- poner tal circunstancia en conocimiento de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, y, limitándose a practicar las primeras diligencias, esperar a las órdenes del órgano superior. Éste podía, a su vez, conferir la instrucción a un juez designado de nuevo o delegar su continuación en el que había incoado el sumario que daba lugar a dicha situación.

Ésta y no otra parece ser la solución correcta, si se trata de aforados parlamentarios, a quienes se aplicaría la cláusula. de asignación de fuero que contienen la legislación orgánica judicial y la procesal penal común. La legalidad de comienzos de siglo sobre el fuero de los parlamentarios debe entenderse derogada, aun cuando las diferencias derivadas de aplicar uno u otro acervo de normas carecen de relieve.

Se alertaba también sobre los efectos negativos de una declaración de nulidad debida al ejercicio de las competencias de instrucción, más allá del momento en que, por resultar cargos contra un aforado, era obligado proceder en la forma indicada. Se advertía de que la eventual destrucción de las pruebas -consecuencia de dicha nulidad- haría imposible perseguir los delitos entonces imputados.

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Ha transcurrido el tiempo y el curso de los acontecimientos revive el interés y la actualidad de aquellas reflexiones. Se ha sumado a ello la noticia de extremos entonces intuidos y ahora comprobados. Como el de que contra el aforado, al que, en régimen de mera hipótesis, se hacía referencia, ya resultaban cargos a finales del año 1995. Porque sendas declaraciones testificales de que no hace mucho se ha tenido noticia prestadas ante el juez instructor, le señalaban como el principal organizador y responsable de las operaciones incriminadas.

Parece que, con el derecho vigente en la mano, el instructor debía haberse apresurado a poner en conocimiento del TrIbunal Supremo dicha particularidad y a esperar sus órdenes, limitándose, si ello procedía, a la práctica de unas primeras diligencias que requerían muy parca actividad. La historia de la instrucción del caso GAL muestra que tan decisivo e insoslayable dato no se tuvo en consideración y que la instrucción ordinaria prosiguio como si la expresa imputación, obrante en el sumario, nunca se hubiese formulado, ni consiguientemente resultase cargo alguno contra la persona fisica aforada.

Lo cual sorprende, si se recuerda cómo el propio aforado -quien, por cierto, no invocó nunca su cualidad de tal ante el juez natural, que era la Sala Segunda del Tribunal Supremo, ni solicitó la avocación a ésta de la causa criminal- recabó, con insistencia y sin éxito, ser oído por el instructor, que conocía ya la imputación, e incluso dirigió una queja -fuera de lugar- al Consejo General del Poder Judicial.

Cualquier alumno de la Facultad, de Derecho -cuestionado en una clase práctica- respondería, sin esfuerzo ni dificultad sensibles, que, a partir de ese momento, el instructor estaba ejercitando una competencia objetiva y funcional que no le concernía. Preguntado por la sanción de esta anomalía, no le costaría trabajo concluir que, a la luz de la legalidad en vigor, todo lo actuado era nulo desde entonces. Los temores que se insinuaron al respecto se han visto confirmados por los sucesos ocurridos después y por la noticia de ser cierto lo que entonces sólo constituía una mera sospecha. A saber, la de que, ocho meses atrás, ya resultaban cargos contra una persona aforada y que, ello no obstante, la realidad y la existencia de tal imputación se pasaron y siguieron pasándose por alto. La actuación judicial que, con carácter cautelar, reserva el legislador a la práctica de las primeras diligencias figura sustituida por una larga y minuciosa, instrucción que, a salvo mejores pareceres, no tenía por qué sufrir esa demora, en perjuicio de la competencia del juez natural al que incumbía su conocimiento.

Si la solicitud de nulidad prospera, las consecuencias de su declaración alcanzan a la suerte del proceso -que se reputaría no existente hasta entonces- y al destino de gran parte o de todas las pruebas practicadas durante la instrucción. Aspecto, este último, no poco delicado. Las pruebas obtenidas con vulneración del derecho fundamental al juez ordinario predeterminado por la ley carecen de validez, y es lo más probable que nunca, en el futuro, puedan reutilizarse para fundar en ellas las imputaciones a que han servido de base. Sólo la destrucción material de esos elementos de convicción asegura el cumplimiento, en su caso, de semejante garantía. Algún precedente -emanado de la propia jurisprudencia penal- existe en tal sentido. Cabe que ese criterio se haga valer e imponga en nombre de la vinculación creada por el conocido principio de igualdad en la aplicación de la ley.

Es obvia -procesalmente hablando- la importancia de cualquier petición de nulidad que, con ese alcance, se formule. Lleva a no adelantar demasiadas actuaciones sobre el fondo de la instrucción penal, pues todo el material sobre el que ésta va a seguir operando, queda afectado por la necesidad de afrontar resolver previamente una cuestión tan decisiva.

No huelga añadir -aquí y ahora, cuando menos- que sólo el amor y la devoción a la verdad constituyen, en esta circunstancia, el principio y el fin de las consideraciones jurídicas que acaban de hacerse.

Francisco Lledó Yagüe es catedrático de la Universidad de Deusto y decano de la Facultad de Derecho, Manuel María Zorrilla Ruiz es catedrático de dicha universidad.

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