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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Causa general II

La neutralización del guerracivilismo español requiere el desmantelamiento de los símbolos de la dictadura franquista -por ejemplo, el Valle de los Caídos- y la condena explícita del golpe de Estado de 1936

Andrés Trapiello

Cunetas es el título de un libro de poemas que escribió Luis Pimentel sobre los asesinatos que tuvieron lugar en Galicia durante la guerra civil. Se escribió en 1947 pero sólo pudo publicarse, muerto ya su autor, en 1981. "Hubo niños que asesinaron a hombres", leemos en él con el ánimo sombrío. Pimentel no fue de ningún modo un franquista, pero tampoco lo contrario, como tantos españoles que se quedaron en España después de la guerra.

El 18 de abril de 2010 este periódico publicaba la historia de Manuel Muñoz Frías, de 79 años. La saña del destino en ella, anonada. Si hubo un millón de muertos en la guerra civil, hay al menos veinte millones de historias como la de Manuel Muñoz, las de la mayoría de los que sobrevivieron. Muchas de esas tragedias se han olvidado, unas veces porque sus protagonistas han muerto, otras las ha borrado el miedo, otras el olvido, condición necesaria de supervivencia para tantos. Algunas, sin embargo, como la de Manuel Muñoz, siguen vivas, porque la herida que causaron fue tan profunda que setenta años no han bastado para poder cerrarlas. Vale la pena recordarla otra vez: "A mi padre, un campesino analfabeto lo mataron por ser de UGT, se lo habían llevado hacía unos días y mi madre estaba cosiendo, intentando pensar en otra cosa. [Cuando se enteró que lo había matado] mi madre gritó y le dio un cabezazo a la máquina de coser. Empezó a sangrar. Mis hermanos empezaron a llorar al verla a ella con la cara llena de sangre, y yo también (...). Pero los falangistas volvieron. A los 20 días se llevaron a mi hermano, que aún no había cumplido los 18 años, a las trincheras para luchar en el bando de los asesinos de su padre. Desertó. Lo cogieron. Le mandaron a un campo de concentración en Ávila y luego a otro en Sevilla, y allí lo torturaron hasta la muerte. Y después volvieron a por ella. La metieron en la cárcel. A los cien días la soltaron sin ninguna explicación. Mi hermano Juan, que entonces tenía 16 años, hizo la guerra en España con el bando republicano y huyó a Francia, después luchó con el maquis francés. En mi casa pasaron muchos años sin que supiéramos nada de él. Un día, cuando ya le habíamos dado por muerto, cuando ya le habíamos llorado, recibimos una carta suya diciendo que estaba vivo y que se iba a casar. Cuando se la di a mi madre, se desmayó". Aquí terminaba su relato, tal como lo publicó este periódico, pero ¿alguien puede creer que allí se puso fin a algo, que no marcó de una manera irremediable la vida de decenas de personas más, hasta hoy mismo?

Todos los españoles debemos secundar a los que reclaman el derecho de enterrar a sus muertos
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Sólo así se podría admitir que aquella fue la guerra de nuestros padres y abuelos, no la nuestra

Y sin embargo, con ser única, como lo son todas las historias de un sufrir tan agudo, parece tener algo en común con muchas otras.

Cierto día de hace cuatro años, en un receso de unos cursos de verano, un profesor contó cómo había perdido a toda su familia en un solo día de agosto de 1936, durante la revolución en Málaga. Sus colaboradores fueron acaso los más sorprendidos, pues, según confesaron después, nunca antes les había mencionado un hecho de tanta trascendencia en su vida. La pavorosa historia, sobre la que ojalá ese hombre quiera escribir y reflexionar un día con la hondura y verdad que le caracterizan, es una de las que se incluye en la Causa General, en la que no es más que una de tantas, apenas dos líneas, las que ocupan el nombre de su padre y de sus cinco hermanos asesinados (el menor de catorce años), su edad y su profesión, y el nombre del pueblo donde tuvo lugar la tragedia.

Historias como estas, de uno y otro lado, habrán sido, sin duda, las que le hayan hecho pensar a muchos lo que el novelista Arturo Pérez Reverte expresaba en una entrevista reciente ("En España nos faltó la guillotina". El Cultural, 26 de febrero de 2010): "Yo soy de Cartagena, y en Cartagena, que era zona roja, hubo de todo, hubo represión brutal de los milicianos y represión brutal de los falangistas. Y a mí, cuando era pequeño, me contaron las dos represiones, las dos; por eso, hablar de unos buenos y otros malos a estas alturas... Cualquiera que haya leído historia de España sabe que aquí todos hemos sido igual de hijos de puta, TODOS". Supongo que estas mayúsculas y la primera persona del plural respondían al interés del entrevistado en que nadie pudiese tener la fantasía de írsele de rositas.

Pocos dudan ya de que se cometieron crímenes parecidos en ambos bandos, pero tampoco nadie debería dudar de que las ideas por las que se combatió en uno y otro lado no pudieron ser más diferentes, en el de la República por los principios de la Ilustración (libertad, igualdad y fraternidad), fundamento de las democracias modernas, y en el de los sublevados por la conculcación de esos mismos principios, con la participación decisiva de curas, militares y capitalistas, aunque con frecuencia muchos republicanos no fuesen demócratas ni todos los que se pusieron junto a los fascistas fuesen fascistas. Podrán discutirse otras cuestiones (y llevan discutiéndose setenta años), pero esos son los hechos que hacen imposible toda simetría y que no tienen que ver ni con la lógica de la venganza en la que parece que algunos todavía están presos (sobre todo hablistas hertzianos y políticos) ni con esa equidistancia de la indiferencia.

A comienzos de los años cincuenta, según refirió Graciela Palau de Nemes, biógrafa de Juan Ramón Jiménez, este, mal informado o no, se negó a saludar a Segundo Serrano Poncela, relacionado con los sucesos de Paracuellos, porque él, Juan Ramón Jiménez, no se había exiliado "para acabar dándole la mano a un asesino".

Dentro de unos días se dará a conocer cierto escrito inédito que Edgar Neville dirigió poco antes de su muerte, en 1966, a Miguel Pérez Ferrero en el que el escritor y cineasta asegura conocer, como muchos otros, al asesino de Lorca, quién se quedó con su reloj y su cartera y cómo fue asesinado de un único disparo en la nuca y no con una descarga como él había creído erróneamente durante años. En ese escrito se diría que Neville, en absoluto sospechoso de republicanismo (quizá porque el régimen le hizo purgar por ello en 1937), parece estar pensando cincuenta años antes en la Ley de la Memoria Histórica: "La diferencia fundamental", dice allí "es que [para] los del otro lado, aparte de nuestra pena, había habido una Causa General que había castigado en la medida de lo posible a los asesinos, mientras que los que mataron a Federico García Lorca gozaban de inmunidad inconcebible y nadie les había molestado lo más mínimo".

El propósito de estas líneas ha sido el de traer a colación aquí el recuerdo de Neville, Juan Ramón o Pimentel, porque no todos los españoles fueron lo que el novelista cartaginés asegura que fueron, como tampoco lo son hoy las víctimas del franquismo que, como Antígona, sólo reclaman el derecho de enterrar a sus muertos, y a las que sin duda todos los españoles tendríamos que secundar, aun a sabiendas de que entre tales muertos podría hallarse alguno de los asesinos de personas inocentes, como los que acabaron con el padre y los hermanos de nuestro amigo, verdugos asesinados a su vez junto a personas inocentes en las represalias de las falanges de Queipo que siguieron, pues es en tanto que víctimas y no como verdugos como ha de considerárseles en última instancia. Y sólo después de darles sepultura la sociedad dirá si quiere y está preparada para saberlo TODO (estas mayúsculas son de Kant), quiero decir, si está preparada para su ilustrado "Sapere aude", atrévete a saber, sin caer en las justificaciones de la filosofía de la historia. Por esa razón las víctimas tienen derecho a reclamar del Estado, responsable en buena medida de que sigan enterrados en las cunetas, una sepultura digna para sus familiares.

La Causa General, instruida con tantas irregularidades pero no por ello irrelevante, fue el instrumento de que se sirvió el Estado fascista para justificar y tapar sus crímenes. La Causal General II que Neville parecía preconizar sobre los crímenes cometidos por los sublevados, se ha venido instruyendo de una manera espontánea desde hace treinta años por el testimonio de unos y de otros, el trabajo concienzudo de los historiadores, arqueólogo y forenses y algunas, pocas, actuaciones judiciales, y que se sepa tales trabajos ni han justificado ni relegado al olvido los crímenes cometidos por los republicanos. Ambas Causas, revisadas, corregidas y aumentadas deberían poner a cada cual frente a las responsabilidades políticas de todos y cada uno de los crímenes y asesinatos cometidos durante la guerra en cada bando, y ante las responsabilidades penales, si aún hubiere lugar a ellas. Será acaso el único modo de dejar a un lado la lógica de la venganza, la lógica del "tú más" o la del "todos fueron unos asesinos", tan parecidas en el fondo. La neutralización de esta lógica pasaría necesariamente, desde luego, por el desmantelamiento de los símbolos del totalitarismo, incluido el Valle de los Caídos o, por ejemplo, las calles que ayer llevaron el nombre de un fascista y llevan hoy el de un estalinista, y la condena explícita del Golpe de Estado de julio de 1936 en los parlamentos españoles, del mismo modo que se les exige a todos sus diputados la condena del terrorismo de Eta para participar en la vida política democrática. Esa es también la única posibilidad de admitir al fin que aquella fue la guerra de nuestros padres y de nuestros abuelos, pero no la nuestra, aunque la hayamos padecido, y de qué modo, y que acaso deberíamos huir de las generalizaciones para hallar cobijo en las tres famosas palabras de Azaña, paz, piedad, perdón.

Andrés Trapiello es escritor.

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