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Ciudadanía social

Adela Cortina

El tránsito del sistema feudal al Estado de derecho moderno supuso a la par, como es bien sabido, el paso del vasallaje a la ciudadanía. Los miembros de una comunidad política no se consideraban ya vasallos sometidos a un señor, sino ciudadanos, señores de sí mismos y, conjuntamente, de la cosa pública, protagonistas de su vida personal y compartida.Cierto que la idea de ciudadanía, al menos en Occidente, nació en Grecia y Roma, pero quedaban allí excluidos de la ciudadanía mujeres, niños, esclavos y metecos, cosa que, al menos verbalmente, cambiaba con el tránsito al Estado de derecho moderno: todos los seres humanos son iguales en dignidad, ciudadanos, por tanto, en la cosa pública. Cierto también que los primeros Estados nacionales distinguían aún entre una ciudadanía activa y una pasiva, pero paulatinamente fue asentando el liberalismo la convicción de que todas las personas debían gozar de esas libertades sin las que el mundo occidental no puede imaginar que se pueda construir una vida verdaderamente humana: libertad de conciencia, expresión, asociación, desplazamiento, participación; ese elenco, en suma, que compone el cuerpo de derechos civiles y políticos, empeñados en encarnar el ideal de la libertad.

Sin embargo, los movimientos socialistas se percataron, aunque no le pusieran este nombre, de que una cosa es la libertad, y otra, el valor de la libertad. En una sociedad en la que todos gozan de libertades básicas, cosa que no es magra conquista, unos pueden sacarles mucho más partido que otros, porque cuentan con los medios materiales para hacerlo. Quien carece de alimento, vivienda, educación, trabajo o cuidado en tiempos de especial vulnerabilidad, puede ser libre, pero saca escaso partido de serlo, y, sin duda, otros sacan infinitamente más.

Por eso, la idea de ciudadanía que recogen constituciones democráticas como la española es la que a mediados de este siglo propuso Thomas S. Marshall: la ciudadanía social. Es ciudadana aquella persona a la que en su comunidad política se reconocen y protegen, no sólo los derechos civiles y políticos, sino también los "económicos, sociales y culturales". Un Estado social de derecho, como el español, y como la mayoría de Estados europeos y latinoamericanos, está obligado a tratar a sus miembros como ciudadanos sociales, necesitados de libre expresión, asociación, conciencia y participación, pero más, si cabe, de alimento, vestido, vivienda, trabajo y cuidado.

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Estas exigencias vinieron razonablemente satisfechas, no en la sin par Norteamérica, sino en algunos países de la vetusta Europa, en los que la socialdemocracia logró las mayores cotas de justicia que en estas materias se han alcanzado. La universalización de la enseñanza y de la atención sanitaria fue un gran paso, aunque podamos discutir sobre la calidad en aspectos de una y otra, como fue un gran avance la cobertura por desempleo, jubilación, etcétera, y, sobre todo, el elevado número de puestos de trabajo.

En los últimos tiempos, sin embargo, estas elementales exigencias están en cuestión. El Estado de bienestar, que dio cobijo a la ciudadanía social, está en crisis por múltiples razones, de las que sólo espigaremos tres. Se dice que se han hundido los pilares sobre los que se sustentaba, que eran el Estado nacional, demasiado pequeño ahora para resolver problemas que requieren soluciones globales; el pleno empleo, imposible en tiempos de paro estructural, y la división sexual del trabajo, en virtud de la cual las mujeres ahorraban al Estado ingentes cantidades de dinero al hacerse cargo de enfermos, ancianos y minusválidos.

Por si poco faltara, generó esta forma de Estado un tipo de ciudadanía pasiva, acostumbrada a esperarlo todo del "Estado-providencia", incapaz de apercibirse de que una "ciudadanía pasiva" es una contradicción en los términos. Es ciudadana la persona protagonista de su vida personal y compartida, no la que depende de nuevos señores feudales.

En criticar la noción de una ciudadanía pasiva coinciden tirios y troyanos. Consideran los neoliberales que la pasividad es lo contrario a la iniciativa y a la competitividad, que Europa perderá todas las bazas económicas y culturales si la pueblan ciudadanos pasivos, acostumbrados a esperar la sopa boba. Insisten los socialistas democráticos más avisados en que el sueño marxiano de justicia consistía en que cada persona percibiera según sus necesidades, pero que trabajara según sus capacidades. Y asimismo, los cristianos con buena memoria recuerdan el radical consejo paulino de que "el que no trabaje, que no coma".

Recomiendan, pues, unos y otros, con buen acuerdo, revisar el concepto de "ciudadanía social" de Marshall, que al cabo venía a consistir en un "derecho a tener derechos", y transformarlo en el de una ciudadanía social activa, exigente de sus derechos, pero igualmente presta a asumir sus responsabilidades. Sin imaginación creadora, sin iniciativa, sin cooperación y colaboración, mal puede una sociedad atender las necesidades de todos sus miembros, sobre todo de aquellos que son más vulnerables.

En una línea semejante se pronuncia el Libro Verde del Nuevo Laborismo británico, que, bajo la dirección de Tony Blair, propone "Un nuevo Contrato para el Bienestar", como una tercera vía, frente a otras dos inaceptables. Frente al escenario de privatización reclamada por sectores neoliberales, que reducen el Estado de bienestar a una red residual de seguridad para los pobres de solemnidad; frente a quienes insisten en mantener y engrosar el Estado de bienestar con subsidios más costosos, la tercera vía promueve un contrato entre el ciudadano y el Estado, que se sustenta sobre dos pilares: el trabajo de los que pueden trabajar y la seguridad de los que no pueden hacerlo. La cultura del subsidiado y del parásito ha de sustituirse por la de la responsabilidad y la cooperación, el "bienestar" pasivo por el "bienhacer" activo.

Leídas así las cosas, y con el predicamento del que goza Tony Blair en los sectores progresistas y no tan progresistas, parece que con copiar el modelo habrá hecho España bastante. Y, sin embargo, tal vez la realidad española no sea la misma. Un contrato entre el Estado y una ciudadanía activa sí es necesario, pero entre un Estado social de justicia y unos ciudadanos responsables, conscientes de que esa justicia es también cosa suya, prestos a crear uno y otros esos puestos de trabajo que el español no rechaza por pereza, sino que no puede asumir porque no existen.

Ciertos sectores han vivido y viven de la prebenda, eso es cierto. Pero una gran cantidad de españoles, entre los que cuenta un angustioso número de jóvenes y de gentes mayores de cuarenta y cinco años, tiene cerrado el mercado de trabajo, no digamos el de un trabajo estable. Y, sin embargo, el derecho a un trabajo remunerado es uno de los que figuran en esa idea de ciudadanía social que se compromete a proteger nuestra Constitución al tener a España por un Estado social de derecho. El trabajo remunerado para quien tiene capacidad de asumirlo no es sólo un instrumento para obtener ingresos, sino también un medio de identificación social y una forma de integración en la sociedad; por eso el desempleo genera esa injusta angustia que aqueja a nuestra sociedad.

Si Beveridge hablaba de que en la reconstrucción social los grandes gigantes difíciles de combatir son la Necesidad, la Ignorancia, la Enfermedad, la Miseria y la Pereza, habría que decir que en España la Pereza no la tienen quienes no quieren trabajar, que son pocos, sino quienes no quieren esforzarse por crear empleo estable, aunque flexible.

Firmemos, pues, pero ya, ese contrato por el que Estado y ciudadanía se comprometen a generar oportunidades para cuantos tienen capacidad para aprovecharlas, y no carguemos a la cuenta del "bienestar social" lo que es una elemental cuestión de justicia.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

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