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Claves para desbloquear Kosovo

Francisco Veiga

A comienzos del pasado noviembre, tras la cena que cerró un congreso, un joven politólogo belga, hijo de polaco y albanesa, hizo un brillante análisis improvisado pronosticando por qué Bélgica no se iba a romper en dos mitades. En resumen: porque hubiera resultado ruinoso, tanto para flamencos como para valones. Mejor seguir juntos, aunque fuera espalda contra espalda que embarcarse en un divorcio que, entre otras cosas, hubiera implicado la renegociación para la entrada en la UE de las nuevas entidades estatales. Una reciente encuesta, según la cual los belgas estaban cansados de los estériles tiras y aflojas de sus políticos, respaldó el razonamiento del joven analista. Y de paso demostró que también Bélgica está aquejada de políticos que todavía actúan en base a concepciones poco adaptadas a la realidad comunitaria.

El problema es el victimismo de las partes implicadas, serbios y albaneses

En efecto, el cálculo de rentabilidades resulta básico para todos los movimientos nacionalistas embarcados en el proceso de integración, y eso los distingue de aquellos que están fuera de él. Cierto es que la historia está llena de presupuestos fallidos pero, a estas alturas del siglo XXI, la gran promesa que es todavía la UE contribuye a que sus socios sean cautelosos: quedarse fuera del club puede tener costes catastróficos en este mundo de despiadada competencia en el que cada vez surgen más potencias emergentes. Por eso Kosovo difícilmente puede ser un modelo para los "soberanistas" occidentales más inquietos. Los movimientos de "liberación nacional" basados en la lucha armada, aunque sigan existiendo, son propios de otras épocas o de latitudes lejanas al continente europeo. Sobre todo si el resultado final es una frágil independencia y un país devastado, incapaz de funcionar eficazmente por sí mismo, y con serios problemas de vecindario.

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De una forma u otra, Kosovo y Serbia han de rehacer sus relaciones. Les guste o no, seguirán compartiendo frontera y ambos aspiran a entrar en la UE, lo cual parece el único camino viable para conjurar el espejismo de las interminables contradicciones y conflictos entre los pueblos balcánicos. Además, y a pesar del chaparrón de análisis anacrónicos sobre derechos nacionales, agravios comparativos y estrategias de sofá, nadie parece plantearse dónde va a comprar el futuro Kosovo soberano el gas, el petróleo y la energía eléctrica que necesita hoy en día cualquier economía nacional, por pequeña que sea. O de dónde van a llegar las inversiones para que el país salga a flote. Muy posiblemente, una parte nada desdeñable de todo ello procederá de Rusia. Una compañía americana está terminando el oleoducto AMBO, que unirá el mar Negro con el Adriático a través de Bulgaria, Macedonia y Albania; pero el combustible que circulará por él será ruso.

No hay que dejarse engañar: cuando se apaguen los focos mediáticos, albaneses de un lado, y serbios y rusos del otro, se pondrán de acuerdo en muchas cosas. Para muestra el caso de Behgjet Pacolli, el millonario albanés cuya recién fundada Alianza para un Nuevo Kosovo quedó tercera en las últimas elecciones kosovares y que amasó buena parte de su fortuna en Rusia. No es el único caso: muchos hombres de negocios albaneses están haciendo dinero con los rusos. De hecho, algunos actúan incluso como sus intermediarios, comprando terrenos en Montenegro, en Croacia, en diversos puntos de los Balcanes.

Por lo tanto, los negociadores de la UE intentan ajustar estos días la rentabilidad mínima que debe tener un Kosovo soberano y de qué forma va a contribuir a ello el restablecimiento de puentes con Serbia. El problema reside en que los medios de comunicación y algunos políticos siguen enfocando la cuestión en clave de catastrofismo balcánico, como si estuviéramos aún en 1991. El sensacionalismo caduco todavía vende, pero ya no refleja realidades sobre el terreno. No va a producirse ninguna nueva guerra, al menos impulsada por Serbia; por la sencilla razón de que no existen fuerzas, ni líderes, ni logística para ello; y los actores locales carecen de autonomía para organizarla, aunque tuvieran intenciones de llevarla a cabo.

En cambio, el problema es el victimismo de las partes implicadas. Los serbios, porque desaparecido Milosevic y con un régimen plenamente democrático, han aprendido a utilizar con ventaja ese recurso que tan buenos réditos políticos les deparó a las otras repúblicas ex yugoslavas ante las potencias occidentales. Y los albaneses, porque desde 1999 no han tenido que ceder en nada. Han utilizado a la OTAN en beneficio propio, han tenido protección y ayudas internacionales e incluso se les permitió aplicar la limpieza étnica. Ello fue debido a la nefasta iniciativa de la entonces secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright, que en 1999 respaldó una victoria albanesa aplastante. Algo que contradecía y liquidaba el espíritu de las negociaciones de Dayton, que pusieron fin a la guerra de Bosnia y que se basaba en una paz sin vencedores ni vencidos. Por ello, también ahí el quid está en Kosovo: mientras no se recupere el talante de 1995, la reconstrucción de Bosnia seguirá tan paralizada como hasta ahora. Y todo eso a mayor gloria del presidente Bush, empeñado, por razones bien obvias, en hacer que los europeos tengan también su propia catástrofe iraquí.

Francisco Veiga es profesor de Historia Contemporánea de la Europa Oriental y Turquía, UAB

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